Prólogo

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Finales de agosto.

La adrenalina perseguía el riego sanguíneo que se apoderaba de sus venas. Sentía el palpitar de su corazón frenético— borracho de adrenalina— en su oído izquierdo. El pulso golpeaba con fuerza sobre la base de su cuello.

Se apartó la melena azabache de la cara con una mano que rápidamente dirigió de nuevo hasta su labor.

Ya casi lo tenía.

La ganzúa resbalaba entre el sudor de sus dedos. Ese que era producto del nerviosismo que visitaba su organismo, ese que le recorría el cuerpo de arriba-abajo y que le complicaba aún más su trabajo. Ciertamente, era normal encontrarse tan preocupada. Nunca se había arriesgado tanto como en ese momento y un solo paso en falso podría conducirla a una muerte en vida.

No podía cagarla.

-Vamos, Natalia...— se animó a sí misma mientras giraba el instrumento de metal entre sus dedos deseosa por escuchar el clic que le indicaría que todo habría acabado, sonriendo en grande cuando lo hizo—. Ahora viene lo peor...— volvió a murmurar hablando sola.

Con cuidado y sigilo se introdujo en el interior del habitáculo del coche para tomar el asiento del conductor, antes de inclinarse hacia el lado derecho en busca de su objetivo.

Vislumbró el brillo del metal y su sonrisa creció al tiempo que se echaba mano al bolsillo trasero de sus pantalones en busca de lo que la ayudaría a salir pitando de aquel lugar. El mango del destornillador se sentía duro contra la palma de su mano pero aquello no le impidió introducirlo en el interior de la cerradura que daría pie a el encendido del motor del vehículo.

Le costó hacerlo. Nunca había hecho un puente. Se sabía la teoría de memoria, eso seguro. Lo consiguió obviamente después de unos diez minutos que le supieron a veneno por lo que no pudo evitar soltar un gemido cuando, aliviada, el rugir del motor le dio la iniciativa a huir despavorida del lugar.

Tampoco tenía carné de conducir así que tenía doble razón para preocuparse.

Se sabía las calles de memoria, eso sí, y agradeció haber crecido prácticamente en aquella ciudad. Por esa razón, consiguió evitar los puntos más arriesgados de la metrópolis haciendo uso de desvíos y callejones que la conducirían a su destino.

Sonrió al volante imaginando en su cabeza la cara de su ex jefe cuando se percatase de la falta del vehículo y una carcajada abandonó su garganta por ello. Cuando un colega le llamó para encargar uno de sus trabajos sucios exigiendo un coche, el Ford Mustang del 89 que ese cabrón guardaba como una reliquia, no tardó en aparecer en su mente.

Y ahí estaba ahora.

Conduciendo un viejo coche robado que intercambiaría por un buen pellizco que la libraría de riesgos durante unas cuantas semanas varias.

Se le humedecieron los ojos al pensarlo. Por fin iba a poder darse un respiro, al menos, durante un tiempo corto. Agarró el volante con fuerza, brincando de alegría al mismo tiempo que tomaba una curva abierta y pronunciada ya avistando su destino al final de la calle por lo que se permitió dar un acelerón que aumentó la adrenalina que todavía se apoderaba de su ser.

No le importó demasiado estacionar en frente de la acera pintada de amarillo del garaje que la escoltaba. Desde luego que al dueño no iba a molestarle encontrarse semejante vehículo taponando la entrada del parking.

Ni siquiera le dio tiempo a avisarle que ya lo vio subiendo la pequeña cuesta que precedía la entrada de la gran puerta de hierro por la que había salido. Con un cigarro entre sus labios agrietados, el moreno de barba pobre se acercó hasta ella, dándole una cálida bienvenida cuando se posicionó a su lado en la ventanilla que ella había bajado.

Cruzando el límiteWhere stories live. Discover now