Capítulo 10: Diamante.

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No recordaba ningún instante en toda mi vida en que hubiera sido así de feliz. Así de ligero, de glorioso, tan etéreo que incluso el aire me resultaba demasiado denso. Una deliciosa sensación de calidez se entendía por toda mi piel, calentando todas y cada una de mis células, sacándolas del letargo en que habían estado sumidas a lo largo de toda mi existencia.

No supe lo que era vivir hasta que Sabrae me dijo que sí. Sólo cuando pude llamarla verdaderamente mía, descubrí lo que era verdaderamente triunfar, sentirse importante, pleno y con un significado. Mi sentido último era estar con ella; mi felicidad dependía de su mirada, y mi existencia, de su respiración y su sonrisa, de la manera en que se le curvaban las comisuras de la boca cuando sus ojos se posaban sobre los míos y la conexión que había entre nosotros se veía reforzada.

Todo lo que había tenido antes, todo lo que había sido, todo lo que había deseado... se esfumó. La multitud coreando mi nombre en las gradas de los estadios de boxeo, las miradas de admiración de mis compañeros en el gimnasio cuando yo superaba sin esfuerzo lo que para ellos eran límites infranqueables, incluso la sensación de orgullo que me embargaba cuando hacía que una chica se corriera conmigo. Nada de eso tenía la más mínima importancia, ni me causaba ni una pizca de satisfacción, ahora que sabía lo que era la Felicidad Más Absoluta. Así, con mayúsculas.

Era estar besándola. Era sentir que por fin soltaba las riendas y se dejaba ir, abandonando sus miedos y entregándose a mí como llevábamos deseando meses que se atreviera a hacerlo. Custodiar su corazón y merecerme esos sentimientos que hacían amanecer en mí la primavera se convirtió, a partir de entonces, en mi razón para vivir. Y, aunque fuera un peso inmenso el que recaía sobre mis hombros, la recompensa bien lo merecía.

Porque era ella. Y escucharle decir lo que llevaba meses ansiando oír. Lo que yo no debería haberle gritado en un parque en medio de un arrebato de rabia, lo que a ella no se le debería haber escapado en los pasillos del instituto el día de mi cumpleaños, lo que no deberíamos haber disfrazado con frases igual de sonoras para nosotros, pero indescifrables para los demás: "te quiero" por "me apeteces".

-¿Me lo dices otra vez?-le pedí, mirándola a los ojos a tan poca distancia que nuestras pestañas prácticamente se entrelazaban. Nunca había estado tan cerca de alguien con tantísima ropa puesta (más por ella que por mí), y sin embargo jamás me había sentido tan cómodo. Sabía que no podía pedirle nada más al universo, pero no sólo eso: tampoco lo deseaba.

Todo lo que quería estaba allí, a mi lado, respirando en mi boca y buceando en mi mirada.

-Exagerado-repitió, riéndose de mí con un deje de maldad que a mí me encantaba. Seguro que Sabrae consideraba que era cruel conmigo, y en ocasiones, alguien de fuera podría pensar que, efectivamente, era una cabrona. Pero yo sabía que no era así. Era más bien traviesa.

Y las niñas traviesas son las favoritas de sus padres.

-No, lo otro-protesté, haciendo un mohín, aunque adoraría cada palabra que saliera de sus labios, fuera cual fuera-. Porfa, que estoy convaleciente.

Sabrae me cogió la mano. Sus dedos eran suaves en mi palma, cariñosos en su tacto, cálidos y tiernos donde antes no había sentido más que hielo lacerante. Cientos de mujeres me habían tocado de la misma manera antes que ella, pero ninguna era capaz de hacerlo como Sabrae: con sólo una caricia, me proporcionaba más placer y felicidad que todas las chicas de mi pasado juntas, aunando esfuerzos.

-Te quiero, Alec Theodore Whitelaw.

Me lo dijo mirándome a los ojos, como si cupiera algún equívoco en aquella frase tan pequeña, y sin embargo, tan importante. Mi nombre completo, ése que sólo escuchaba cuando mi madre se enfadaba tanto conmigo que sacaba la vena de sargento de la marina que todas las mujeres llevan dentro con sus hijos, de repente dejó de sonar como música infernal y pasó a tener la cadencia de una marcha nupcial. Incluso por si me entraba la duda de que estuviera dirigiendo esa frase hacia mí, cuando podía verme reflejado en sus ojos, Sabrae me regalaba un "te quiero" que nadie más podía quitarme: no había ningún otro Alec Theodore Whitelaw en su vida. Sí otros Whitelaw. Puede que otro Theodore. Quizá, incluso, otro Alec.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang