Capítulo 9: Sobredosis de serotonina.

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Mimi parecía una payasa. En el sentido literal y metafórico de la palabra. Sus lágrimas se deslizaban por su rostro en ríos de un ligerísimo tono plateado que bien podrían ser las marcas de un maquillaje tan sutil como elaborado. Descendían en diagonal hasta los montes de sus mejillas, y de ahí, giraban en un ángulo de 90 grados para terminar cayendo en sus labios, dejándole un deje salado en la sonrisa que le traería muchos recuerdos a lo largo de su vida.

Y siempre, siempre, le recordarían a ese momento.

-Estás despierto-jadeó de nuevo, cogiéndome la mano y llevándosela a los labios. Las enfermeras aún no se habían percatado del pequeño milagro que acababa de suceder en su área, tan ocupadas como estaban atendiendo a los demás pacientes, mucho más interesantes que el chaval en coma cuyas únicas novedades eran las arritmias que le producía una chica que ni siquiera era su novia. Así que esos primeros momentos fueron sólo para nosotros dos, para que los disfrutáramos, para que hiciéramos algo con lo que tomarnos el pelo el uno al otro a base de recordárselo a nuestros sobrinos.

Jadeé, intentando celebrar con un glorioso "¡sí!" que, efectivamente, así era. El sueño tan vívido que había tenido durante esa semana poco a poco se diluía en mi cabeza, en la que terminaría dejando un poso que sólo podría visitar en el mundo onírico. Lo único que quedaba de ese tiempo que había pasado como un fantasma más deslenguado que los demás (y también más desesperadamente inofensivo) era la sensación de cansancio, de agarrotamiento, de dolor.

De no ser por lo ajeno que notaba mi cuerpo, nadie habría dicho que había pasado una semana desde la última vez que había abierto los ojos.

Pero ahí estaba la sensación de hormigueo. El ardor en los pulmones a causa de tanto tiempo respirando oxígeno puro, que no tuviera que separar del resto de gases que componían la atmósfera. La presión que notaba en la parte baja de la espalda, sobre la que había pasado gran parte de ese tiempo, en la que pronto habrían comenzado a formárseme heridas. El encharcamiento ahora de mi respiración, cuando mis pulmones se veían obligados a funcionar de nuevo a pleno rendimiento, quizá incluso hasta un poco más forzados.

Las llamaradas que me recorrían el interior, allí donde mis entrañas se habían quedado al aire, dejándome al descubierto y vulnerable durante más tiempo del aceptable. No había ningún hueso del cuerpo que no me doliera; incluso el cráneo acusaba los golpes que había recibido hacía ya tanto tiempo, pero lo que notaba por dentro era incluso peor. Era como si aún tuviera las manos expertas de los médicos revolviendo dentro de mí, como si me hubieran vertido ácido por el ombligo y éste hubiera ido calando mi interior hecho de esponja.

Pero me sentía bien. Misteriosamente, a pesar de que nunca había estado peor físicamente, mi cerebro estaba segregando tal cantidad de serotonina que me sentía hasta mareado. Me estaba emborrachando de felicidad, literalmente, pues nunca habíamos luchado con tanta vehemencia por nada, y habíamos terminado lográndolo. La victoria jamás había sido así de dulce.

Ni importante.

Así que, movido por esa suerte líquida que me corría por las venas y que hacía que fuera capaz de poner en un segundo plano el sufrimiento que me ocasionaba la consciencia, asentí despacio con la cabeza. Me costó horrores parpadear; por eso lo hice muy despacio.

Por eso, y porque aún no me acostumbraba del todo a mi cuerpo. Era como si hubiera vivido una larga vida siendo un ser etéreo, compuesto exclusivamente de partículas gaseosas, y de repente me hubieran encerrado en un cubículo tan pequeño que hasta a mí me costaba adaptarme a él. Como si me hubiera reencarnado en un mosquito cuando antes había sido un elefante.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora