Capítulo 6: Un dios incompleto.

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Siempre que mis compañeros se habían peleado por el distrito financiero, había creído que se debía a que muchas de las zonas de aparcamiento para las motos estaban atechadas. Como buen imbécil que soy, pensaba que era una deferencia que los arquitectos de los rascacielos tenían con los repartidores como nosotros, permitiendo que cargaran y descargaran los paquetes que entraban en las empresas que se alojaban en aquellas colmenas de hierro, cemento y cristal, sin tener que mojarse. Que era una especie de prueba de humanidad de aquellos que diseñaban los edificios.

Claro que, teniendo de padrastro a un arquitecto tan bueno como Dylan, era normal que pensara eso. Veía lo bueno de una profesión que, en realidad, no divergía mucho de las demás en el hecho de que se basaba en pisotear a los de abajo para que los de arriba llegaran un poco más alto.

No, los edificios tenían una parte de aparcamiento resguardado de la lluvia (y, en ocasiones, también la nieve) para el reparto de los paquetes resultara cómodo para la mercancía. No para nosotros. No para mí. A mí podían joderme bien, que nadie se molestaría en recoger mi cadáver del suelo; si me sorteaban para no pisarme, podía darme con un canto en los dientes.

Y no. Que mis compañeros se pelearan por el distrito financiero no se debía al hecho de que podías bajarte de la moto y organizar tus paquetes tranquilamente mientras fuera llovía a cántaros.

Se debía a las secretarias.

Evidentemente, los paquetes que traías, casi todos con el plus de entrega en dos horas añadido a una suscripción de Prime que se pagaba más religiosamente que el salario de muchos empleados por las ventajas que conllevaba, no llegaban a su destinatario, algún tipo trajeado de las plantas superiores, como tú lo metías en el edificio. Quizá tardaran un poco más en llegar a las manos del directivo en cuestión, pero al menos evitabas a los mandamases que tuvieran que tratar con los donnadie que paseaban los regalos de consolación por los cuernos a sus mujeres por toda la ciudad. Siempre había una señorita de pelo largo y luminoso, ojos y labios perfectamente maquillados, piernas kilométricas enfundadas en una falda lápiz que hacía las delicias de cualquier hombre, y subidas a tacones de aguja sobre los que mantenían el equilibrio de ninfas, que se ocupaba de interceptarte antes de que llegaras a los ascensores.

-¿Un paquete de Amazon?-me preguntó la secretaria en cuestión, un pibonazo de ojos verdes que me escaneó con la mirada nada más verme entrar. Incluso si no me hubiera follado a medio Londres prácticamente sin conocerlo, me habría dado cuenta que habría invertido gustosa su pausa para el café en chuparme la polla en algún lavabo por cómo se mordió el labio levemente.

Pero como me había tirado a medio Londres, pude fijarme en cómo se le dilataron las pupilas por el deseo, de modo que supe que se habría arriesgado a un despido sin pensárselo dos veces con tal de echarme el polvo de mi vida en el cuarto de la fotocopiadora.

-Así es. ¿Leonard James?

-Es aquí-asintió con la cabeza, extendiendo unos dedos en mi dirección mientras se giraba, exhibiéndose de una forma que habría vuelto loco a cualquiera.

Lástima que yo ya tuviera quien me volviera loco en casa.

-... si eres tan amable...-me invitó, y echó a andar en dirección a un mostrador de recepción en el que varias chicas comparables en belleza atendían llamadas o a visitantes desorientados. No se me escapó cómo agitó las caderas delante de mí, convencida de que me estaba dando el espectáculo de mi vida meneando el culo (que le estaba mirando porque se me van los ojos, uno está casado pero tampoco es de piedra), y cuando rodeó el mostrador y me tendió un formulario de visitas con el logo de la multinacional en la esquina superior izquierda, vi que se había desabrochado un botón de la blusa. Llevaba un sujetador de encaje.

G u g u l e t h u (Sabrae III)حيث تعيش القصص. اكتشف الآن