Capítulo 42: Las leyendas de nuestra nación.

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-¡Abran paso al nuevo Jesucristo resucitado!-proclamó Tommy, levantando las manos mientras entrábamos en la discoteca que nos había cambiado la vida a Alec y a mí. La marea de gente ya estaba separando para dejar pasar al grupo, aún asimilando el hecho de que tres estrellas de la música se dignaran a compartir techo, bebidas y pista de baile con el común de los mortales. Scott, Diana y Tommy despertaban un respeto casi reverencial desde que habían vuelto del concurso, pero algo en el ambiente aquella noche era distinto.

En lugar de seguir separándose como las aguas del Mar Rojo se separaron para dejar paso a Moisés y los judíos al inicio del éxodo, en cuanto los que abarrotaban el local de Jordan se percataron de que había alguien más en el grupo, se abalanzaron sobre nosotros a recibirnos como si fuéramos héroes llegados del frente de batalla, donde habíamos luchado por proteger las fronteras de nuestra nación.

Scott sería Moisés, separando a la gente, abriéndose camino hacia lo desconocido y consiguiendo que todo el mundo le siguiera en una larguísima travesía por el desierto. Pero Alec... Alec era Jesucristo, convenciendo al mundo de que era inmortal, haciendo que toda una ciudad que no había creído en él prácticamente hasta que no tuvo más remedio saliera a recibirlo como se merecía: como un héroe, como un profeta, como un dios.

Como un campeón. Como una leyenda.

La música quedó ahogada por las exclamaciones de reconocimiento, los codazos avisando de que había algo más interesante que el escote de la chica de al lado, el ruido sordo de los cuerpos frotándose al girarse, chocando unos contra otros como asteroides enloquecidos en su carrera por componer un planeta. Poco a poco, los cuerpos de gente de lo más variopinta, cuya relación con Alec pasaba por todos los tonos del espectro, comenzaron a rodear a Alec, el astro rey, la razón que les daba sentido a sus existencias.

Comenzó entonces una lluvia de piropos venida desde todos los rincones de la sala, las nubes del mundo congregándose en una tormenta perfecta cuyo ojo era mi chico.

-¡Me alegro muchísimo de verte!

-¡Menudo susto nos has dado!

-¡Bienvenido, tío!

-¡Cómo se te ha echado de menos, Alec, no te lo puedes ni imaginar!

-¡Tronco, estás genial, ¿seguro que has tenido un accidente?! ¡Fijo que te has ido a Las Vegas a dilapidar la fortuna familiar!-le soltó un chaval cuya cara me resultó vagamente familiar dándole un codazo.

-¿No se me nota?-rió Alec, soltándole un amistoso gancho que podría haberle destrozado el bazo si hubiera querido hacerle daño-. ¡Estoy un poco fofo, pero puedo seguir pateándote el culo sin despeinarme!

El chico se rió y lo estrechó en un abrazo amistoso, dándole unas cuidadosas palmadas en la espalda que me provocaron una ligera inquietud. Sin embargo, no tenía de qué preocuparme: todo el mundo trataba a Alec como a un delicado príncipe, glamuroso, fuerte y glorioso, pero delicado al fin y al cabo. Si eran capaces de acusar sus cambios físicos, no lo sabía, pero los disimulaban a la perfección.

Acepté el lugar que la noche me asignó a su lado, retirada en un discreto segundo plano mientras recibía las felicitaciones, bienvenidas y alabanzas de amigos, conocidos, rivales y enemigos por igual. Un lugar para el que no había nacido y contra el que me rebelaría en circunstancias normales, pero ver a Alec así me bastaba para sentir que estaba cumpliendo con mi cometido en la vida. Mi novio sonreía y prácticamente resplandecía con cada cosa que le decían, contestando con socarronería y agilidad a las bromas que los chicos le dedicaban y humildad y una pizca de picardía a las muestras de cariño de las chicas.

G u g u l e t h u (Sabrae III)Where stories live. Discover now