26 | Siempre que me necesites

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Seguimos en silencio hasta que Alex vuelve y se guarda el móvil en el bolsillo.

—Mi padre ya está en el hospital. Ha preguntado por Bill, pero sigue con los médicos. Dice que me llamará cuando sepa algo.

Los chicos, que son ruidosos por naturaleza, nunca se habían sumido en un silencio tan penetrante. Veo que asienten y aprieto los labios. Alex parece preocupado y siento unas dolorosas ganas de acercarme a él. Blake suspira mientras se libra del abrazo de Mason.

—Deberíamos irnos a casa —le dice a su hermano.

—Vamos con vosotros —pronuncio con rapidez.

He sonado tan desesperada que todos me miran. Seguro que Blake puede encargarse de esto mejor que nadie, pero no soporto la idea de irme a casa y dejar solo a su hermano. Me necesite o no, quiero estar con él.

Alex debe leerme la mente, porque sus ojos se cruzan con los míos. Le sostengo la mirada sin titubear. Guarda silencio unos segundos, pero termina asintiendo.

—Está bien —responde, como si no tuviera ánimos para discutir. Me vuelvo a mis amigos, que por suerte no cuestionan mi decisión.

No hablamos durante los quince minutos que tardamos en llegar a su casa. Alex va por delante de nosotros, completamente solo, y no puedo apartar los ojos de él durante todo el camino. Pienso en una forma de acercarme y se me ocurren cientos de cosas que podría decirle, pero no consigo armarme de valor. Antes Mason ha intentado hablar con él, pero no ha funcionado. Hasta Blake ha preferido darle su espacio.

Quizá sea eso lo que necesite, pero nadie puede culparme por estar preocupada.

Cuando llegamos, me sorprende que Mason, Sam y Finn conozcan tan bien el camino. Seguramente habrán venido mucho por aquí. Blake nos abre la puerta y se quita los tacones antes de irse a su cuarto. Los demás seguimos a Alex hasta el salón. Su hermana regresa poco después envuelta en una bata de corazones feísima, enciende una estufa y nos pide que nos sentemos.

Mason, Blake, Finn y Sam se apretujan en el sofá más grande, mientras que yo prefiero quedarme de pie. Los tacones me están matando, pero procuro no pensar en ello. Alex se ha sentado en un sillón aparte, lejos de los demás, y no deja de mirar nerviosamente el móvil. Me muerdo el labio con fuerza. Mis amigos mantienen una conversación en susurros. La situación es muy tensa y nadie se atreve a romper el silencio.

Cualquiera necesitaría apoyo si estuviera en su lugar. Alex se ha encerrado en sí mismo y quiere hacernos creer que prefiere que le demos su espacio. No habría dudado en hacerlo si no me hubiera abrazado antes, en el instituto. No puede pretender que me crea que está bien después de eso.

La decisión está tomada. Ignorando lo fuerte que me late el corazón, camino hasta el sofá y me siento a su lado. Alex se tensa al notar mi presencia. Dudo antes de cogerle de la mano y entrelazar mis dedos con los suyos. Me quedo así, mirándole en silencio, hasta que él suspira y se zafa de mi agarre. Estoy a punto de entrar en pánico, cuando, de pronto, se acerca a mí y me pasa un brazo por los hombros para atraerme hacia sí.

Se aferra a mí con todas sus fuerzas y yo le abrazo por la cintura. Lo sabía. Sabía que necesitaba esto. Con suavidad, le quito el teléfono y lo dejo sobre el reposabrazos, porque seguir revisándolo compulsivamente no le servirá más que para torturarse. Alex traga saliva y su pecho empieza a subir y a bajar peligrosamente. Cuando se tapa los ojos con la mano libre, se me forma un nudo en la garganta, pero no digo nada.

En su lugar, me deshago de los tacones, subo las piernas al sofá y las pongo prácticamente sobre las suyas para que estemos más cerca. Los chicos no miran en nuestra dirección, cosa que agradezco porque no es un buen momento para darles explicaciones. Nos quedamos así, abrazados en silencio, hasta que su corazón se ralentiza y vuelve a respirar con normalidad.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora