11 | Los archivos del despacho de dirección

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11 | Los archivos del despacho de dirección

ALEX


«Me gustó la canción y quería volver a escucharla»

«Me gustó la canción»

«Quería volver a escucharla»

¿Quería volver a escucharme?

Suspiro, agotado, mientras me dejo caer sobre la cama con los brazos abiertos. Deben ser las 16:50 y, según mis cálculos, hace veinte minutos que debería haber salido hacia el instituto. Solo llevamos tres días de castigo y me he saltado dos. A este paso, el director no tardará mucho en llamar a casa para advertir a mi padre acerca de mi comportamiento «rebelde e irresponsable», y eso no encaja en absoluto con nuestro concepto de tener un año tranquilo.

También me he perdido parte de las clases de esta mañana. Me preocupa no haber ido a matemáticas, pero no habría soportado seguir en el instituto. Me duele todo el cuerpo. Tengo moratones en el estómago y mi cara tiene un aspecto terrible. Sin embargo, eso no es lo peor; llevo conmigo las marcas de una derrota, y me avergüenzo de ellas y de mí. Siento que soy un fracasado. Más que eso: soy patético. Patético e inútil.

Ni siquiera pude devolverle los golpes.

Me llevo las manos a la cara y ahogo un gemido frustrado. «Desastre. Eres un desastre. Desastre, desastre, desastre, desastre».

Vuelvo a resoplar, y seguidamente me incorporo para mirar a mi alrededor. Mi habitación es pequeña y está desordenada. Hay cientos de papeles esparcidos por el escritorio. Son canciones. O ideas de canciones. Ideas terribles. Ahora que formo parte de una banda, aunque sea temporalmente, no dejo de rebanarme los sesos en busca de algo que merezca la pena. No debería haberles dicho a los chicos que componía. Saber componer implica hacerlo bien y, visto lo visto, no tengo ni idea de cómo se hace.

«Me gustó la canción y quería volver a escucharla». Hago una mueca. Holland Owen, sal de mi cabeza.

Cuando levanto la mirada, me encuentro con la pared a medio pintar que hay junto a mi cama. Está llena de blanco y, en grande, se observan las patas de un piano al que le faltan parte de las teclas y la cola. Cualquiera que viniera aquí y lo viera, así, casi majestuoso, pensaría que es una obra de arte. Una obra que nunca nadie llegará a terminar. Trago saliva.

Un sentimiento muy doloroso se me cuela en el pecho. Culpa. Aprieto los labios y cierro los ojos. ¿Qué he hecho?

Necesito salir de aquí.

Me levanto a toda prisa, cojo mi mochila y salgo al pasillo. Vivimos en un apartamento de una sola planta que no tiene más de noventa metros cuadrados. Como sé que Blake estará con papá en la cocina, me siento tentado a ir directamente al salón. Mis piernas cambian de idea en el último momento. Cuando me adentro en el cuarto, mi hermana está sentada en la mesa en donde comemos, tecleando en su teléfono móvil.

Mientras tanto, mi padre está terminando de lavar los platos. No podemos permitirnos poner el lavavajillas, así que solemos turnamos para hacerlo.

Ninguno decae en mi presencia. Me siento en una silla, molesto, y abro la mochila para sacar mi cuaderno. Estoy de mal humor y mi carácter no pasa desapercibido para Blake, que levanta una ceja.

—¿Qué bicho te ha picado? —pregunta, la muy maldita. Resoplo con desgana.

—Más bien, yo diría que ese bicho me ha pegado una paliza.

—Ese ojo va a necesitar más hielo —interviene papá. Acto seguido, saca una bolsa de almejas del congelador y me la tiende. Dudo, pero acabo cogiéndola—. ¿Vas a contarme lo que ha pasado? —añade, recostándose en la encimera.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora