05 | Un tratado de paz.

55.7K 6.9K 8.1K
                                    

05 | Un tratado de paz.

HOLLAND

Mis padres controlan mi vida desde que nací. Cuando era pequeña, supervisaban mi manera de hablar y de vestir. Me reñían si gritaba mucho al jugar, si decía palabrotas o si intentaba hacer amigos que no estuviesen a la altura. En el colegio, les exigieron a todos mis profesores que no me permitiesen cometer ni un solo desliz. Más tarde, cuando entré en el instituto, eligieron mis asignaturas en mi lugar porque, según ellos, saben mejor que nadie lo que me conviene.

Incluso mejor que yo.

Me obligaron a cursar economía. Se me dan bien los números, pero eso no significa que me gusten. Para apuntarme, tuve que renunciar a otras clases que me parecían mucho más interesantes, como latín o griego, porque mis padres las consideraban inútiles. Sin quererlo, me aferré a la esperanza de que, cuando empezase mi último año de instituto, todo cambiaría. Quizá por fin podría elegir una asignatura que de verdad fuera conmigo.

Una noche, nos sentamos a cenar y les hablé acerca de historia del arte. Les expliqué que me apasiona dibujar, que me encantaría dedicarme a ello en un futuro, pero nunca han sido buenos escuchando.

Así que, este curso, he vuelto a coger economía.

Las futuras abogadas no estudian historia del arte.

—Vamos, no podemos trabajar así —me dice Alex.

En nuestro instituto, cada pasillo está dedicado a una especialidad. Llevo un buen rato en silencio, observándolo todo a mi alrededor, porque, como todas las futuras abogadas, nunca había tenido la oportunidad de entrar aquí. Le ayudo a correr la cortina que separa el aula en dos y, de pronto, esta ha duplicado su tamaño y está aún más desordenada que antes. Mire a donde mire, solo veo fundas de instrumentos viejas y estanterías repletas de cacharros.

Más atrás, distingo una copia de Babi, el esqueleto, en versión femenina. Lleva un tutú, una peluca rosa y le falta un trozo de mandíbula. A su lado, apoyada en el suelo, está la pizarra, en donde ha escrito una serie de símbolos extraños que me dan muy mala espina.

—Joder —musita Alex, que ha seguido mi mirada—. ¿Qué crees que significa eso?

Sacudo la cabeza y me encojo porque quiero desaparecer. Odio este sitio.

—Prefiero no saberlo.

Él suspira. Luego, se acerca a una estantería para ojear unos papeles y acaba tirándolos al suelo. Parece tan frustrado como yo. Vamos a pasarnos mucho tiempo aquí dentro, limpiando y transportando instrumentos, y a ninguno nos gusta la idea. Podría intentar consolarle, pero todo esto es culpa suya. Que se atenga a las consecuencias.

—En fin, ¿cuántos días ha dicho la señora Toole que tenemos que pasarnos aquí?

No entiendo por qué, pero me molesta incluso oírle respirar. Arremangándome, me agacho frente a una fila de cajas para ponerme manos a la obra. Mientras antes empecemos, antes acabaremos y antes podré perderlo de vista.

—Ponte a trabajar —le ordeno, seca—. Este castigo no terminará nunca si lo único que haces es estar de cháchara.

Cualquiera se sorprendería al escucharme hablar así. Normalmente, sobre todo si es de cara al público, suelo morderme la lengua. Me callo lo que pienso y me limito a sonreír. Actúo como si todo me pareciese bien. Soy así con Gale, con Stacey, con mis profesores y con mis padres.

Pero no con Alex. Él no se lo merece.

—¿Puedes contestarme? —se queja a mis espaldas.

Ruedo los ojos. No me molesto en mirarle, pero más le vale estar haciendo algo de provecho.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora