9 | Con la música en las venas

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Normalmente, papá se queda en el instituto hasta tarde. Mi madre, en cambio, suele trabajar desde casa. Recorro la casa de puntillas y me detengo junto a la puerta de su despacho. Como siempre, está entreabierta; y, a través de ella, puedo ver sus ojos cansados, su largo pelo amarronado —que es un tono mucho más bonito que mi rojo chillón— y cómo sus elegantes dedos se mueven sobre el teclado de su portátil.

Está demasiado absorta en su trabajo como para recaer en mi presencia. Me aclaro la garganta.

—Ahora no, cariño, estoy ocupada —me dice, sin apartar la mirada de la pantalla. Intento actuar con normalidad.

—Solo quería avisarte de que voy a salir.

—¿Con Gale?

Se me forma un nudo en la garganta.

—No. —Quiero ser valiente y pedirle que me escuche, porque necesito contarle una cosa, cuando añade:

—Vendrá a cenar el viernes con sus padres. Me han contratado para que les asesore en unos asuntos y queremos aprovechar la oportunidad para celebrar vuestro aniversario. Te hace ilusión, ¿verdad? Sabes que no tenéis que quedaros hasta el final de la cena. Podéis hacer planes para después, si queréis.

Mi estómago se pone bocarriba y, entonces, me entran ganas de vomitar. Creo que podría ponerme a llorar en cualquier momento. Cualquiera se daría cuenta, solo con verme, de que algo no va bien; pero mi madre sigue tecleando en su ordenador y ni siquiera se toma la molestia de mirarme mientras habla.

—Está bien. Vale.

No sé por qué he dicho eso, si, en realidad, nada está bien. Supongo que una parte de mí todavía confía en que esta ruptura temporal. Gale no ha contestado a mis mensajes, es verdad —de hecho, muchos de ellos ni siquiera le han llegado, así que puede que hasta me haya bloqueado—, pero eso no significa que no vaya escucharme cuando esté un poco menos enfadado.

De aquí a unos días, todo volverá a ser como antes.

No tengo razones para sentirme culpable. No he hecho nada. La culpa no es mía.

—¿Le regalaste algo? —me pregunta mamá de repente. Entonces, por fin levanta la cabeza y fuerzo la sonrisa más creíble del mundo.

Lo peor es que funciona.

—Una lámina. ¿Te acuerdas? Te la enseñé el otro día.

Ella frunce el ceño y sé que la respuesta es no. No se acuerda.

Igual que no recuerda que ayer le conté que, al final, no había querido dársela.

—Es verdad —dice, de todas formas. Vuelve a mirar la pantalla—. ¿Le gustó?

Me duele el pecho. No quiero decirle la verdad y se debe a que, en el fondo, sé que no serviría de nada: siempre finge que me escucha mientras su cabeza está en otra parte. Mamá es así. Y la quiero. Pero eso no significa que no me gustaría tener a alguien con quien desahogarme. Alguien a quien poder contarle que estoy castigada, que me insultan por los pasillos, que he estado faltando a clase, que Gale ha roto conmigo, que hoy he vuelto a sufrir un ataque de ansiedad —o casi—, que me aterra hablar con Sam, que voy a perder a Stacey, que, a partir de ahora, estoy sola; y que lo único que me ha hecho sentir bien durante todo el día ha sido una canción de título desconocido que ha cantado un chico al que ni siquiera soporto.

Cierro los ojos. Ella misma lo ha dicho: está ocupada. Además, tengo que mirar el lado bueno. Mamá no se preocupa por mis problemas, pero, al menos, tampoco me los echa en cara y, teniendo en cuenta que eso es lo que hace todo el mundo últimamente, casi me siento en deuda con ella.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now