9 | Con la música en las venas

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Sam: Acabo de enterarme. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

Sam: Llámame cuando leas esto.

Sam: La gente es gilipollas.


Me muerdo el labio con fuerza. Enseguida noto la sal colándose en mi paladar y comprendo que así saben mis lágrimas. Sam me escribió esos mensajes a las 14:00h, poco antes de que acabaran las clases. Hace tan solo una hora, me ha mandado uno más.

Sam: No tienes que venir esta tarde si no quieres.

Se refiere a la audición. Le prometí que me saltaría mi hora de castigo para acompañarle porque, según él, mi presencia es sinónimo de buena suerte. Me agobio solo de pensarlo. Sinceramente, no, no me apetece; pero no puedo quedarme aquí y seguir auto compadeciéndome todo el día. Al menos, no sabiendo lo importantes que entrar en esa banda es para él. Quiera o no, sí tengo que ir.

Antes de que pueda arrepentirme, tecleo: «16:45 en mi casa».

Sam está desconectado. Bloqueo el teléfono y lo lanzo sobre la cama. Una pequeña parte de mí esperaba encontrarse alguna respuesta de Gale a las decenas de mensajes que le he enviado. O, en su defecto, con una conversación sin abrir de un número desconocido, que me hablase sobre música y que me recordara que no soy una zorra, como dice todo el mundo.

Descarto ese pensamiento enseguida. Es absurdo creer que Alex podría escribirme. En primer lugar, porque no tiene mi número de teléfono (y tampoco planeo dárselo, la verdad) y, para continuar, porque ni siquiera somos amigos. Lo de esta mañana ha sido una excepción. Mañana nuestra tregua habrá terminado y volveremos a tirarnos los trastos a la cabeza.

Mi corazón da un salto. Mañana. Mañana también tendré que caminar sola hasta todas mis clases, que sentarme en una mesa apartada en el comedor y que estudiar escondida en un rincón de la biblioteca. No me gusta pensar en mañana. De verdad que no.

Sam responde a mi mensaje por fin.

Sam: Dejémoslo en 16:30h. Tienes mucho que contarme. Voy de camino. Mueve el culo y vístete. Y abre la ventana.

Holland: Podrías entrar por la puerta, como las personas normales.

Sam: Corrijo: como las personas aburridas.

Casi se me escapa una sonrisa, pero mis labios están rígidos. Haciendo ápices de todas mis fuerzas, suelto el móvil, me levanto de la cama y abro el armario para buscar algo que ponerme. Elijo unos vaqueros y una camiseta de media manga y me dejo el pelo suelto. Tengo cara de zombi, así que voy al baño para lavarme la cara y me aplico un poco de maquillaje.

Mientras me calzo las zapatillas, tarareo una melodía que me ayuda a despejarme la mente. Me pregunto si algún día volveré a escucharla en directo. Alex me aseguró que no tenía nombre, pero quizá pueda encontrar al compositor en Internet.

Como he dicho antes, necesito distracciones. No sé cómo buscar una canción en Google sin tener el título, así que abro una aplicación y canturreo la melodía por si mi querido teléfono inteligente logra reconocerla. Evidentemente, no es así. «No se encuentran resultados». He desafinado bastante y no creo que mi voz se parezca al magnífico sonido del piano. Pues vamos bien.

Negándome a perder las esperanzas, abro el bloc de notas y describo la canción a base de sílabas. Escribo casi treinta veces «la», duplicando la vocal siempre que lo veo necesario, y rezo porque funcione y me ayude a acordarme de esta melodía siempre que lo necesite.

En cuanto termino, me doy cuenta de que soy patética. Guardo el móvil y me echo un rápido vistazo frente al espejo antes de salir de mi habitación.

Mi casa tiene tres plantas. En la segunda, están todos los dormitorios, incluyendo el mío. Bajando las escaleras, se encuentra la cocina, que conduce directamente al jardín y a la piscina, y más adelante están los dos salones, uno de nuestros cuatro baños y, justo al lado del recibidor, el despacho de mamá. Es un lugar muy amplio y por eso siempre reina el silencio. Y, no sé si lo he mencionado alguna vez, pero odio el silencio.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now