Detrás del biombo
se observan aquellas alas
de libélula
que revolotean.
En la mañana que se condensa
con el ensueño,
la somnolencia de sus miradas
lentas
que estudian el interior de la taza
donde su destino reside,
entrelazado a las hojas de té.
Las estrellas dispersas en el suelo
brillan doradas
como el borde del amanecer,
tan afiladas
que duele verlas
y las grullas que se deslizan
por la tela que recorre sus clavículas
expuestas
en un intento por
echarse a volar
como el tiempo que escapa por sus ventanas
y adolece.
Pincel y tinta entre sus dedos,
las palabras fluyendo por todo su cuerpo
y piel de pergamino
que se desgasta en el encierro.
Dónde las jaulas
son tan altas
que nadie tendría el valor de saltar,
y se convierte en un ave
cautiva por la decadencia
que duerme en el rincón de la habitación.
Sumida en el pensamiento de
salvaje libertad
canta por la maravilla que no puede alcanzar
y
aunque sus manos no toquen
el mundo,
y
su voz sea ahogada
por el cantar de otros pájaros
que no han olvidado cómo volar.
Seguirá sangrando camelias
para dar fe
de que su cuerpo solo trata de contener
miserablemente
toda la vida
que ilumina su alma apacible,
sutil correr del río
y el sol que baila
sobre lágrimas de alegría.
Porque no puede dejar de llorar
cristales de emoción
indómita.
Se agrieta en oro
y sus ojos cálidos
derriten las velas
que consuelan su solitaria
compañía.