La Tormenta

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Carlos se levantó muy temprano; apenas el sol se alzaba en el horizonte, un poco perdido por las densas nubes que avisaban de un posible chubasco. Los pájaros en pleno vuelo armaban un barullo al levantarse.

Pasó sus manos por los ojos mientras se tragaba el cuarto con su boca.

Saltó de aquel pedazo de madera, sostenido por unas cajas de soda, haciendo a un lado las deshojadas páginas del periódico que le sirvieron de cobija. La única que tenían la ocupaba su madre enferma.

Se incorporó en aquel escuálido cuerpo de más de un metro de altura, que dejaba entrever, la escasa alimentación que mantenía a sus diez años. Su piel arrugada y tostada, por el tiempo que pasaba en las calles pidiendo limosna, le decoloraban su semblante.

Observó los cartones que rodeaban su hogar. Suspiró. Y en sus pensamientos, deseaba de corazón poder cambiar aquello. Apenas le alcanzaba lo poco que conseguía para comprarle medicinas a su madre.

Su padre como caso típico, al enterarse de que la dejó embarazada, optó por huir, sin nunca conocerse su paradero. Las malas lenguas que nunca faltan, le decían que se fue con otra.

Su progenitora, sin poder obtener ayuda económica de nadie, ocultó su desgracia en las calles. Pidiendo por su hijo por nacer.

Algunas veces obtenía lo suficiente para pasar el día, otras se aguantaba el estómago. Su temor era que su hijo le naciera débil o muerto por la mala manutención.

Se escondía y dormía en cualquier hueco que encontraba. Debajo de los puentes, cuevas naturales, parques. Todo le parecía bien.

Una persona en la misma condición, la convidó un día a construir su propia casa, de cartón, lámina, cualquier objeto que le sirviera de protección; cerca de ella, en la parte baja de una barranca.

La idea no le pareció mucho desde el principio, otras personas murieron en el invierno pasado, soterradas por la tierra que cedió, envolviéndolas como aplastante muro. Pero la necesidad de un lugar más estable y la venida de su hijo le hicieron mella para decidirse.

Tuvo un poco de suerte más tarde, por medio de otra amiga del lugar consiguió un empleo lavando y planchando ropa ajena, en una colonia de clase media, cercana a la comunidad.

Ahorró un poco para que una partera le ayudara a dar a luz. Con problemas de parto, tuvo a su adorado hijo. Al escuchar el llanto del infante, se escaparon unas lágrimas de los ojos, tanto de felicidad como de tristeza. Nadie de su familia la acompañaba en ese momento que le parecía importante y único en su vida, ser madre por primera vez.

Su amiga la cuidó un par de días mientras se recuperaba de los dolores y su metabolismo era estable luego del esfuerzo de sus ligamentos.

Con una sonrisa amamantó a su criatura hasta que sintió que ambos podrían resistir el embiste del trabajo. Buscó, pero en todos lados se lo denegaban. Con un hijo encima era casi imposible que cualquier familia la aceptara. Algunos le brindaron un poco de confianza y ganó algunos centavos con la ropa. Pedía de vez en cuando en ciertas esquinas cuando la necesidad era imperiosa.

Por las noches, sola en aquella caja de desperdicios, arrullaba a su hijo con canciones que escuchaba en otras casas. El le sonreía sin comprender siquiera el sacrificio y penalidades que sufrían. Lloraba algunas veces. Hasta se animaba a probar un poco de droga para tratar de mitigar su pena. Nunca lo ejecutaba. El ver a su hijo desprotegido e inocente le daba ánimos para sostenerse.

Así creció Carlitos, en medio de aquella pobreza. Pero el niño no comprende, sólo sabe de trabajo y juegos en esas precarias condiciones. Algunas veces, con la mejor de las suertes estudian.

"La Mela", como le decían -nuca se supo si ese era su verdadero nombre-, ansiaba ponerlo a estudiar, pero dada sus condiciones le era imposible.

Para colmo, agarró una enfermedad que le minó la salud y la postró casi totalmente en la cama.

Carlos la contemplaba, se le ponían los ojos enrojecidos y le acariciaba el cabello.

-Mamita linda, componte. Te quiero mucho.

Ella escuchaba, su corazón se destrozaba por la tristeza de su hijo. Pero la enfermedad le doblegaba la voluntad.

-Mamita, recemos para que te alivies. Diosito nos va escuchar. Tú te has portado bien.

Con las pocas fuerzas que la acompañaban, levantaba su brazo para pasarlo por el rostro del pequeño.

Aunque triste, el niño se iba a pedir en las esquinas un poco de dinero para dárselo a su vecina, quien, a raíz del percance, les ayudaba comprándoles comida y medicina que un doctor caritativo le recetara en su visita a la comunidad.

-Dadme dinero señor, es que tengo a mi madre enferma y necesito comprar unas medicinas.

-No tengo, y aunque cargara no te daría por mentiroso.

Algunos eran más comprensivos y le entregaban algunas monedas, sin conocer que en realidad el pobre chico decía la verdad.

No todos los compañeros de zona lo aceptaban. Por ser el más pequeño, intentaban aprovecharse de él.

-Présteme una "suegra" para comprar algo de comida, luego te los devuelvo.

-No por que mi mamá dijo que todo lo que me dieran, lo llevara a mi casa. Ella está enferma.

-Te comprendo. ¿Tienes hambre?

-Sí.

-Te puedo enseñar una manera de ya no sentirla. Ponte esto cerca de la boca y la nariz, respira profundo. Ya no advertirás hambre. Lo hago cada vez que el estómago me pide.

-No, me dijeron que eso es malo. Y debo portarme bien para que Dios me cure a mi mamita.

Ese día, como tantos otros de un invierno copioso, dejaba que las nubes vertieran con furia sobre la ciudad sus cortinas de agua.

Recordó su casa, la barranca, el peligro del río cuando crece y apresuró el paso de un lado a otro de la calle, mientras pedía a Dios misericordia para su madre.

Eso no impidió que Carlitos, chupado y con frío, pidiera a las personas que pasaban en sus vehículos la ayuda que tanto necesitaba para comprarle la medicina a su madre.

La tarde no fue menos misericordiosa, los torrentes de agua castigaban la resistencia de sombrillas y paraguas.

Deseoso de llegar a su casa corría entre los charcos, con un pedazo de plástico a su espalda.

Poco a poco se acercó a su casa. Se atravesó la calle, bajó por el camino y llegó. Se topó con un grupo de vecinos que estaban cerca del sendero que llegaba a su hogar, el cual no lo miraba. La amiga de su mamá le detuvo el paso. Lo alejó del pedazo de tierra que una vez ocupara la casa. El miró sus ojos, tenían lágrimas. El corazón le dio un vuelco cuando su imaginación trataba de entender la pesada realidad. Ella le dijo entonces:

-¡La correntada se llevó a tu mamita, se valiente!...

Ya no escuchaba, su mente se alejaba a los abismos del dolor y la impotencia, mientras la Tormenta lloraba con él

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Ya no escuchaba, su mente se alejaba a los abismos del dolor y la impotencia, mientras la Tormenta lloraba con él.

Historias mientras escriboWhere stories live. Discover now