Capítulo 13

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Y entonces, sin más, despierto.

Cuando abro los ojos me encuentro de nuevo sujeta en mi silla de dentista con ataduras de cuero rodeándome las muñecas, y atravesando de lado a lado mi abdomen. Mer está junto a mí, sosteniendo entre las manos un fajo de papeles amarillentos, que deposita suavemente sobre el teclado cuando despierto. Mi corazón late desbocado, ¿Ha sido todo una pesadilla? ¿Me he quedado dormida? Eso explicaría porque no he sentido dolor esta vez. Pero no puede ser. Es absurdo. Entonces, ¿Qué ha pasado?

Por supuesto, esa es una respuesta que mi "amiga" no me brinda. ¿Cómo iba a hacerlo? Contengo un resoplido de frustración.

Cuando bajo la vista hacia mis manos ya desatadas, me sorprende encontrar un fino halo de piel en carne viva, veteada con pequeñas zonas ensangrentadas de cuando en cuando. Es reciente. Muy reciente. Parece que no fue tan juego de niños como aparentaba en un principio; me he movido, retorcido y agitado, y mucho. Las hendiduras en la piel no son especialmente profundas, pero tampoco superficiales; el roce de mi dedo sobre la herida desciende un par de milímetros cuando baja de la piel sana a la magullada. Ese simple contacto manda una dolorosa ola de punzante escozor por todo mi antebrazo, y suelto una exclamación de sorpresa.

Cuando me incorporo, siento dolor en el estómago, allá por donde las correas pasaban. Parece ser que mis muñecas no fueron las únicas perdedoras en este juego.

Y la casa... Su nítida imagen parece grabada a fuego en mi mente. Recuerdo cada detalle como si hubiera sido visto a través de una lupa; las tejas destartaladas que servían como tejado, que apenas brindaban la impresión de ser capaces de soportar los efectos de la naturaleza, las paredes mohosas adornadas por retorcidas plantas enredaderas. Los solitarios columpios junto a un oxidado tobogán de metal, vacíos, ausentes, escalofriantes. Y la puerta entreabierta, invitando a cualquier valiente a entrar, a entrar, pero sin asegurarle la posibilidad de volver a salir...

Me estremezco.

—Leia— dice la voz mecánica de Mer— Ya has acabado. Puedes irte.

No se lo hago repetir. Me incorporo de golpe, enviando una oleada punzante a mi abdomen, y alejándome de la silla.

Mientras salgo de la sala capto un último vistazo de Mer tecleando con furia en el ordenador, que emite un pitido agudo.

Ella suelta un sonoro “mierda”, y sale de la habitación tras de mí, con el ceño fruncido. Me quedo observando la escena.

—Mel. ¡Melody! ¿Podrías salir un segundo?— dice, llamando con los nudillos en la puerta contigua a la nuestra.

La mujer de antes sale frunciendo la boca con exasperación, y cierra la puerta después de ella. Pero no lo suficientemente rápido; capto una visión rápida de la habitación, idéntica a la mía, en la que alguien está tumbado sobre otra de las sillas, agitándose levemente. Le reconozco: es Daniel.

—¿Qué quieres?— pregunta Melody de malas maneras— Sabes que está totalmente prohibido interrumpir durante las Pruebas. ¡Podría ser fatal para el chico! Podría...

­—Lo sé, ¡lo sé!— le corta Mer, frunciendo aún más el ceño— Es el monitor. No responde. Creo que se ha averiado. Tendremos que llamar a alguien…

—¿Has roto un monitor?— pregunta Melody, poniéndose blanca de pronto— Oh, el Jefe te va a matar— dice, abriendo mucho los ojos.

—¿Quién es el Jefe?— de mi boca sale la pregunta antes de que pueda detenerla. Al segundo sé que ha sido un gran error.

Melody parece horrorizada.

—¿Y qué hace esta aún aquí?­— murmura, haciendo una mueca desdeñosa— Niña, la salida está por ahí— completa, señalando el otro lado del pasillo.

Ángel GuardiánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora