Castillo

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Hace mucho tiempo, antes que pudiera recordar, ella conoció un príncipe en los jardines.

Él había sido amable con ella, luciendo una sonrisa encantadora y una mano amiga.

No había forma de saber que ese niño se convertiría en un monstruo.

-Un día, me gustaría tener mi propio castillo-le dice de forma soñadora, cuando le coloco una corona de flores por encima de la cabeza.

Él es amable y ella se ruboriza, incluso si tiene la piel violeta y ojos amarillos como un monstruo, él es agradable.

-Entonces, te conseguiré tu propio castillo-le promete, porque es su primera amiga y la quiere.

-¿De verdad?-preguntó con añoranza, tan inocente de que sellaba su propio destino.

-Puedes apostarlo.

Eran niños en ese entonces.

Ella de ninguna forma sabría que él se convertiría en una clase dictador sin ninguna atisbo de compasión, dispuesto a cumplir un acuerdo olvidado.

—No tienes por qué hacer esto—dice Allura, tratando de convencerla, solamente respuesta suya para detener lo que se avecinaba.

Pidge prefiere no escucharla, por qué sabe que si lo hace, se vería tentada a arruinar los planes que llevan mucho tiempo de preparación y con lo único que contaba Altea para mantener su paz y autonomía democrática. La gente cuenta con ella para hacer lo que debe hacer, Alfor cuenta con ella y le gustaría que Allura apoyará su decisión. Prácticamente, estaba haciendo lo que era mejor para todos. Contribuir al bien común de todos los alteanos en aceptar un destino que había sido sellado sin su consentimiento.

Era eso o que Lotor los utilizara a todos como una fuente de energía sustentable.

«El hermano de Romelle nunca regresó, ¿quieres que otros niños tengan un destino igual?» le susurró su padre cuando se negó aceptar su destino.

Era su responsabilidad y estaba dispuesto a cumplirla.

Allura también lo sabía, pero por primera vez hacia un lado lo que se debía hacer por el bienestar de todos para detener lo que creía, era una mala decisión. Se casaría con el príncipe Galra en un intento de mantener la unión pacífica y estable con el pueblo de Altea. Alfor nunca entregaría la mano de su única hija, heredera al trono, a su eterno enemigo. Por ello, ofreció la mano de su hija adoptiva, que pertenecía a la gran línea sucesora de los antiguos conocedores de la vida, los alquimistas de Oriande. Zarkon quedó conforme con la decisión siempre y cuando el matrimonio fuera en una ceremonia Galra. La novia se prepararía en su hogar, vestida con las ropas de la cultura que adoptaría al casarse para luego ir y hacerle frente a su futuro esposo, renunciando a todo lo que conocía para siempre, porque así debía ser. 

Para los Galra significaba un nuevo comienzo.

Para Pidge sonaba como un adiós definitivo.

—Una vez me dijiste que una reina y un rey hacen todo lo posible para la protección de su pueblo. Si puedo proteger y ayudar a los míos, lo haré-rehusó solemnemente, apretando el ramo de Juniberrys contra su pecho.

—¡Pidge...!

Pidge no le hizo caso. Sabía que si la escuchaba por más tiempo, sería tentada a hacer algo verdaderamente tonto. Trató de distraerse con su reflejo en el espejo de cuerpo entero, pero eso tampoco ayudó. Las ropas de Altea siempre era cómodas, elegantes, blancas y ligeras. Olían a flores de verano y podía moverse con total docilidad, como si fuese un segunda piel. La ropa Galra era como si llevara múltiples mantos de tela pesada, tanto que le costaba mantener erguida. El vestido se debía confeccionar a mano por las sacerdotisas de viejos templos antes de la revolución tecnológica de Daizabal, un planeta viejo pero de fuerte autonomía. Aquellas viejas ancianas, tan antiguas como el tiempo mismo, se mantuvieron calladas gran parte del tiempo, concentrándose en su labor por los sietes días que le quedaban de libertad.

★  Space and Geeks...[Kidge] ★Where stories live. Discover now