c a r i ñ o

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Se escuchaban los pasos de toda la gente que andaba en los corredores. Cada sonido le torturaba el tímpano, hacía creer que uno iba a quedarse toda la eternidad en espera de una buena noticia. Michael, con el ala del sombrero bloqueándole la vista, se cruzaba de brazos mientras la espalda se aferraba a la pared de la deprimente sala de espera número quince, ahí donde los pacientes más que mantenerse con vida, parecía que estaban perdiendo toda la esperanza que les sobraba bajo la piel. Los cristales no amortiguaban las conversaciones por completo, aunque de todas formas se apreciaban las palabras como si estuvieran más allá de las aguas del océano cuando las personas que esperan estuvieran sumergidas en su propio círculo vicioso de ansiar un momento que se cree está próximo. Así se había mantenido desde que llegó, y se había dejado golpear las rodillas en el suelo rogándole al cielo que Laurie Stonem no fuera a morirse todavía.

Fue en aquel instante en que lo ponían de pie y lo conducían a donde estaba esperando, que pudo enterarse de cuánto le preocupaba aquella muchacha de blancas manos y de lunares en el cuello. Parecía que su corazón ardía, lentamente en las brasas de la preocupación, era como si todo su cuerpo estuviese suspendido, demasiado lento para todo lo que su alma deseaba hacer. Quería besarla, joder, estrecharla entre sus brazos hasta que se le terminaran las fuerzas. Anhelaba escuchar su voz, quedarse recostados en el sofá de la sala del apartamento, contarle chistes absurdos para que su risa le recordara lo monótona que puede ser la vida y entonces de verdad apreciar lo que tenía, lo que podía darle en esos momentos contados que le quedaban.

Claire llegó de pronto, sin aviso ni duda. Sus zapatillas resonaron suavemente en la habitación acristalada, blanca y vacía, ausente de todo lo que no fuera el breve rumor de la respiración de él, que pensaba y pensaba tanto sin querer salirse de su propia mente. La puerta transparente con manija de metal se cerró en un clic, lo que le obligó a alzar los ojos. Cualquiera que le conociera se hubiese asustado merecidamente por el tono apagado que tenían aquellos redondos globos marrones. Las ojeras se propagaban como moratones sobre las mejillas, asomándose traviesas y llenas de sueño. Sus labios, resecos se notaban fríos a distancia, mientras el maquillaje corrido y las pestañas mojadas delataban todas las lágrimas saladas que derramó sin haberse percatado de ello. El sombrero negro le pendía de los cabellos con pesadumbre, casi con arrepentimiento.

—¿No hay noticias?

Preguntó la entrecortada voz femenina mientras se doblegaba para sentarse en una de las sillas duras y plásticas de aquella sala. Michael dijo no con la cabeza, todavía negándose a tomar asiento. No quería estar desprevenido cuando Laurie despertaba, o si no lo hacía. Tenía que salir corriendo de todas formas; ya fuera salida, ya fuera hacia la habitación.

La mueca de Claire fue torcida y decepcionante. Aunque la respuesta de antes debía ser más que obvia, porque uno se pone feliz cuando sabe que su enfermo mejorará. Tal vez los optimistas al cien poseían aquella cualidad de adelantarse a todo y a todos diciendo que sí, que el mundo les sonreía claro con aquellos brillos solares y dorados que miles de personas ni siquiera pueden tocar. Como él, por ejemplo.

Un nubarrón de emociones lo embriagó cuando volvió a deslizar la mirada por el suelo. Miró momentáneamente su reloj, marcando las dos de la tarde con la manecilla puesta sin moverse sobre el primer número par escrito en romano. Llevaba poco menos de seis horas aguardando por una respuesta. Volvió a esconderse la muñeca bajo el hueco de su antebrazo y el bíceps, poniéndose uno de los dedos de la mano contraria en la barbilla y toqueteando su nariz, como si eso aliviara toda la ansiedad acumulada.

Claire en veces le miraba, sin poder creer todavía que estaba en la misma sala que la gran leyenda de la música desde que cumplió su primera década. Era tan irradiante el aura de poseía, que cada vez que se movía a todos les atraía la mirada como un campo magnético y sus imanes seguidores. No daba crédito a la realidad, porque nunca se había imaginado a una persona así enamorando a la mujer del apartamento de enfrente, que llegaba con una sonrisa en la cara y los labios hinchados de tanto placer memorable que el propio Michael se dedicaba a darle con cada beso, cada caricia y cada susurro.

entelequia × [Michael Jackson]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora