32• El lobo tiene hambre de caperucita

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En la comodidad de mi cama, al margen de toda la sociedad —la comunidad de seres imaginarios también—, y con un libro sobre leyendas acerca de los vampiros había sido mi única distracción en los días lluviosos que comenzaron a acechar California desde hace una semana, y hasta día de hoy, todavía seguían escudriñándola de pies a cabeza. Ni siquiera podías asomarte al balcón sin coger una hipotermia. Y eso que usualmente yo siempre iba abrigada hasta más no poder.

Thalía estaba preocupada, aunque si soy sincera, yo no le daba motivos para creer lo contrario. Mi estado mental de salud podría tacharse como nefasto desde hacía ya unos pocos meses, y nuestra amistad, tenía más bajas que subidas. Podíamos seguir confiando la una en la otra, pero yo no podía confesarle mis secretos. Aunque si teníamos en cuenta la franqueza de cada una, íbamos a partes iguales. Ella no me había contado nada acerca del chico por el que vino borracha hace varias noches, a casa. Quizás era una emboscada hacia mí; una forma de acercarse. Damien era inteligente, eso era algo innegable. El problema es si Thalia era lo suficientemente astuta como para pillarle la jugada.

Últimamente había visto muy poco, por no decir nada, a mi padre. Parecía preocupado, y a la misma vez, ese extraño desasosiego, lo hacía estar inconforme con todo. Por otra parte, estaba descubriendo varias facetas de mi madre, que hasta ahora desconocía. Su incipiente interés en mí, su actitud altruista, y sobre todo, su incipiente afán por dejar de lado su egolatría, y dedicarle todo su tiempo a los demás. Nunca había visto una reforma tan dramática en base de pocos días. Aunque quizás eso era bueno; la crisis de los cuarenta o la menopausia, la había convertido en alguien totalmente distinta.

¿Y qué decir ahora, acerca de mi vecino? Hablar en plata probablemente no podía aplicarse a todo el mundo. Ethan era algo mucho más complicado; y no es de extrañar que todo el mundo lo supiese, sí él era el primero que se tachaba a sí mismo de “una persona problemática”.

Intento evitarlo; lo juro. Pero por más que lo intento, deshacerme de él es prácticamente una tarea imposible. Tal vez, nuestras conversaciones ya no sean tan intensas, pero eso no quita el hecho de que las clases de biología se me hagan incómodas e interminables, a su lado. Me veía a mi misma, dedicándole sonrisas forzadas por compromiso, y miradas cómplices. Él por su parte, actuaba con una naturalidad inhumana. Parecía literalmente que no le afectaba ni lo más mínimo, el hecho de que yo supiese que él quería hacerme daño.

Y luego estaba el libro. El maldito libro que no sabía dónde esconder o enterrar, porque parecía saber cómo incitarme a leerlo. Y lo peor no solo era eso, sino saber que no tenía el control para detenerme. Era absorbente. No recordaba haberme quedado tanto tiempo ensimismada con una misma página, hasta ahora. Normalmente yo solía ser alguien con voluntad propia, ¿qué cojones me estaba pasando? Lo que había averiguado, se reducía básicamente a lo que ya sabía, así que de algún modo mi conocimiento sobre el tema, seguía siendo profano y vergonzoso.

El poder que Ethan tenía se puedía reducir a leer mentes. Ese era un don, que como a muchos otros vampiros, les era otorgado en sus “principios demoníacos”. A cada cuál le tocaba uno diferente, con el que tenían que aprender a subsistir durante el resto de su vida. Otra teoría que había confirmado a base de leer, pero que ya conocía gracias a mi vecino, era la regla de las cien almas. Sí un vampiro se alimentaba de cien almas en menos de dos meses, se convertiría en humano por un día. Esto le daba la ventaja a otros de su especie, de beber su sangre, o torturarlo hasta la muerte.

Todo estaba resultando ser interesante, pero escaseaban recursos de buena utilidad.

Seguí pasando las páginas ansiosa de encontrar algo que arrojara algo de luz al asunto, y finalmente pareció que mis plegarias se hicieron realidad, en cuánto divisé dos franjas rojas, en las esquinas de dos páginas amarillentas. Mis ojos resplandecieron de alegría, y me contuve para no soltar un grito por la emoción del momento. Después de todo, quizás no iba a tener tan mala suerte como creía.

Dark SecretsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora