Capítulo 7

107 19 6
                                    

Un desagradable sonido invade mis oídos y me obliga a moverme para apagar la alarma.
Un momento, anoche no activé la alarma.
Entonces ¿qué narices está sonando?
Me obligo a mi misma a incorporarme en la cama y darle cinco minutos a mi cerebro para que una los puntos y entienda algo.

El sonido para de repente y puedo jurar que un canto celestial lo sigue.
Pero sólo unos instantes después, un ruido de golpes ocupa su lugar. Espera, eso es un martillo.
Oh joder, obras.
Ruedo los ojos y lanzo las cobijas por encima de mi cabeza. Me estiro y camino hasta mi baño.

Ya no corro en las mañanas, las tardes me vienen mucho mejor.
Me ducho en unos minutos y vuelvo para vestirme. Tomo entre mis manos un vestido.
¿Un vestido? bueno, que más da. Si tiene tela, cuenta como ropa.
Me pongo la prenda a través de mis piernas y observo que tiene un color morado.
Cojo mis bailarinas -que son negras- y me las calzo.

Bajo las escaleras a pasos cansados. Con el peine, desenredo mi cabello alocado por los movimientos en la cama. Joder, que mal suena eso.
Me hago una coleta alta, así trabajar será más cómodo.
Y por último cojo una americana que encuentro en el camino.

Casi no desayuno, siempre me ha sentado mal comer por las mañanas. No puedo imaginar como se deben sentir los que desayunan huevos con bacón.
No pienses en eso, Jane. No quieres vomitar.
Del martillo, pasa a lo que he identificado como el taladro.
Agarro mis cosas y salgo de casa.

El aire fresco mañanero, despierta todos mis sentidos y respiro hondo, absorbiendo toda la frescura del ambiente.
Me encantan los días así.
Observo a un poco más allá, mi lugar de trabajo.
Trago saliva y ando los metros restantes.

Las campanitas tintinean y el recuerdo de cuando las instalaron, llega a mi cabeza.
—Buenos días, Tom. —El hombre de pelo canoso se gira hacia mí, me da un beso en la frente y me dice de vuelta: —Buenos días, J.
—Hola Drew. —El castaño me sonríe.
—Buenos días.

Sigo caminando hasta entrar en la cocina.
—Moi. —La rubia me saluda con un "¿qué hay, nena?" que le devuelvo.
—Pásame una copa. —Pide. Tomo una de ellas y se la doy.
Al parecer está preparando un helado de menta con virutas de fresa.
Los helados de este lugar son de lo más peculiares.

La máquina termina de crear la mezcla y pulso el botón para que caiga en círculos sobre el vaso.
Esparzo las virutas y tomo la cucharilla.
Mi mente está distraída y aletargada, pensando en mil cosas y ninguna a la vez.
Cojo el vaso y hago el amago de girarme pero algo me sobresalta.
—¡Oye, Jane! —Vocifera Drew. Y mi cerebro está demasiado distraído para no enviar un impulso nervioso a todo mi cuerpo.

Mi anatomía reacciona dando un salto. Como no, el vaso se resbala entre mis manos.
El cristal choca contra el borde de la mesa.
Un sonido se reproduce entonces y la copa se divide en muchos trozos. Uno de ellos va cayendo de camino al suelo cuando mi pierna se interpone en su camino.

El pedazo de cristal se clava en mi pierna y sigue su caída a través de ella, dejando un hilo de sangre tras de sí. Cuando por fin se estrella con el suelo, el hilo pasa a ser un río.
Es como si un cuchillo hubiera separado mi piel en dos.
A pesar de todos los años que llevamos juntas, la sangre y yo no somos buenas compañeras.

Así que me petrifico en el lugar con mi misma postura; una pierna adelantada a la otra en posición vertical, mis brazos caídos al lado de la cintura, mi boca entreabierta y mis ojos fijos en el charco rojo.
—¡Joder, Jane! —Grita el ojiazul. Pero no puedo apartar la vista.
Eres una jodida asquerosa y morbosa, Jane.
—¡Jane! ¿me oyes? ¿estás bien?
—Su voz suena más aguda de lo normal en él.

Dulce venganzaWhere stories live. Discover now