26 | No me odies

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26 | No me odies

Dylan no volvió a casa hasta el domingo por la noche, allá sobre las dos de la madrugada, cuando el viento hacía silbar a las ventanas y los árboles cantaban de forma terrorífica.

Mamá se puso a discutir con él en cuanto lo vio entrar por la puerta. Le reprochó miles de cosas y le echó muchas otras en cara, con los ojos llenos de lágrimas. Y como Dylan respondió a sus ataques con frases mucho más hirientes e irrespetuosas, en cuestión de segundos, ambos se vieron sumidos en una dolorosa pelea. Los susurros pasaron a convertirse en gritos y los gruñidos de mi hermano, en golpes a la pared y empujones a los muebles.

Todo terminó cuando Lizzie apareció en el salón arrastrando su bata de princesa y, al ver los ojos rojos de mi madre, se echó a llorar también. Dylan debió sentirse culpable, porque corrió a encerrarse en su habitación inmediatamente, y Devon y yo nos organizamos para tratar de solucionarlo todo. Mientras él iba a consolar a su hermano, yo me llevé a la niña a su cuarto y estuve intentando que se durmiese durante más de treinta minutos.

A la mañana siguiente, nada más levantarme, busqué a mi hermano para arreglar las cosas; pero, en cuanto llamé a la puerta de su habitación, me gritó que me largase y no quiso abrir el pestillo hasta que estuvo completamente seguro de que no iba a volver a molestarlo.

Devon, que estuvo presente en la escena, trató de animarme dándome un abrazo y me obligó a desayunar de forma exprés —casi me ahogo por su culpa— antes de ofrecerse a llevarme al instituto. Cuando llegamos, me aconsejó que me lo pensase dos veces antes de hacer pellas, porque tenía contactos en el instituto que se lo contarían enseguida, y yo le dije la verdad: que no tenía intenciones de faltar a clase.

Todo fue normal durante las tres horas siguientes. Mi horario marcaba que tendría literatura, matemáticas e inglés antes del almuerzo, al cual le sucedían varias asignaturas que iban a dejarme muerta y enterrada bajo tierra.

A pesar de que mi ánimo no era el mejor, me esforcé en que nadie lo notase y estuve toda la mañana con una sonrisa en la cara. Quería que pareciese que tenía la palabra «felicidad» tatuada en la frente. Hablé con todo el mundo, bromeé con mis conocidos e incluso me reí de algún que otro chiste de Scott a pesar de que fuesen malísimos.

Si me preguntaban cómo estaba, yo respondía con un «bien, gracias», porque era mucho más sencillo que decir la verdad. Prefería fingir que todo iba perfectamente y hacerles creer que mi vida era increíble, antes que explicarles mis problemas.

Pero cuando llegó la hora de comer, me quité la máscara, busqué una mesa lo más apartada posible de la de mis amigos, me senté y hundí la cabeza en mi diario; quería volverme invisible y que todos me olvidasen. Fue un cambio brusco en el que nadie deparó, excepto un chico castaño que, bandeja en mano, se acomodó a mi lado unos segundos después.

Podría haber dicho que su presencia me molestaba, pero habría mentido.

—Hola —saludó. En lugar de contestar, yo me limité mirarle de reojo y dedicarle una pequeña sonrisa—. Sé que no te llamé el otro día, pero puedo explicarlo, de veras.

—No importa, olvídalo.

Debí parecer muy poco entusiasta, porque Nash frunció el ceño al escucharme y me picó el hombro con un dedo.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfadada?

—No.

—¿Seguro? —Ni siquiera me dejó responder—. ¿Me odias?

—¿Qué?

Se acercó todavía más, hasta que la distancia entre nuestros brazos fue nula, y me dio un suave empujón a modo de queja.

Un amigo gratis | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora