01 | El baño de chicos

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01 | El baño de chicos

—¿Quién es? —pregunté.

Segundos después, una chica con el pelo blanco como la nieve llegó corriendo a mi lado y redujo el paso para adaptarse a mi velocidad. Llevaba una libreta pequeña en las manos y un lápiz colocado estratégicamente sobre la oreja. Me dirigió una mirada rápida antes de bajar la vista al cuaderno y leer en voz alta el nombre del chico.

—Nash Anderson. Diecisiete años —informó—. Un amargado social. Su mejor amigo le recomendó venir. Probablemente se aburra pronto y deje de asistir a las reuniones, así que tampoco le pongas mucho empeño.

—¿Nash, qué?

—Anderson —repitió—, Nash Anderson. —Al ver mi cara de confusión, se apresuró a agregar—: Posiblemente no te suene, no estaba en la lista que te di ayer. Lo siento. Scott iba a encargarse de él, pero al parecer tuvieron unos problemas el año pasado y se niega a tenerlo como socio.

—Qué exigente —comenté, despreocupada.

A mi lado, Olivia soltó una risita nerviosa seguida de un bufido. No me hizo falta preguntar a qué se debía esto último; bastaba con fijarse en la cantidad de nombres y números apuntados en su libreta para darse cuenta de que estaba estresada, al igual que todos los voluntarios de la organización. El estrés era un efecto secundario de formar parte de UAG.

Se me había ocurrido fundar esa asociación a mediados del año pasado. Después de pasar toda mi vida rodeada de gente triste, melancólica y aparentemente desgraciada, decidí que la mejor forma de aportar mi granito de arena y dibujar en la cara de los alumnos del instituto una sonrisa era crear UAG, más conocida como: «Un amigo gratis».

La orientadora del instituto se había comprometido a ayudarme nada más presentarle la idea, pues decía que era una buena forma de fomentar el compañerismo entre los estudiantes. Le gustó tanto, que incluso llegó a hablar personalmente con el director para que me cediera una de las aulas sin usar del centro.

Así fue como empezó a correrse la voz de que Eleonor Taylor y su grupo de amigos raritos habían fundado una organización y, en menos de lo que nosotros creíamos, UAG ya era conocida por todo el centro. E incluso me atrevería a decir que en otros institutos se hablaba sobre ella.

Todo fue increíblemente bien durante los primeros seis meses. Había decenas de voluntarios, algunos muertos de curiosidad por saber más sobre UAG; otros decididos a entregarse completamente a la causa... y el número de socios (Olivia y yo decidimos empezar a llamarlos así para poder tener un nombre con el que referirnos a ellos) cada vez aumentaba más.

Los voluntarios, también apodados amigos gratis, se comprometían a reunirse una o más veces por semana con sus socios para hablar con ellos, aconsejarles o simplemente hacerles reír y pasar un buen rato. Olivia fue la que se encargó de hacer listas y organizar las quedadas: sin ella, todo había sido un auténtico caos.

Todo era genial. Yo, como fundadora de la asociación, era la que más trabajo tenía, pero no me quejaba. Me resultaba fascinante poder ayudar a la gente, hacerles felices, ver como sonreían a pesar de sus problemas. Quedábamos los fines de semana, hacíamos amistades nuevas y se formaban vínculos entre voluntarios y socios que seguramente perdurarían durante años.

Pero, como siempre, lo bueno duró poco.

Con el inicio del nuevo curso, todo empezó a torcerse. Muchos de los amigos gratis se fueron a la universidad, otros ya habían pasado a su último año y estaban demasiado ocupados para ayuda, y el resto decidió aprovechar su tiempo para hacer otras cosas más interesantes que participar en UAG. El número de socios aumentaba y ya no había voluntarios suficientes como para atenderlos a todos, así que tuvimos que hacer rogar y suplicar a los voluntarios para que dedicasen más tiempo a la asociación y rechazar a algún que otro nuevo cliente.

Un amigo gratis | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora