20 | La locura es bonita

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20 | La locura es bonita

—No quiero ser aguafiestas, ni poco profundo, ni nada de eso, pero... Mmm, ¿qué estamos mirando?

El suave murmullo del cantar de los pájaros que sonaba en el parque pasó a un segundo plano cuando lo escuché hablar. Me giré levemente para mirarle de reojo. Nash estaba a mi lado, con la cabeza inclinada hacia atrás y la vista perdida en un cielo azul que parecía aburrirle. Llevábamos más de cinco minutos en silencio y ninguno de los dos se había atrevido a romperlo hasta ahora.

—¿Eleonor?

—Cierra los ojos —le dije—. Cierra los ojos y escucha.

Lo hizo. Se oían risas de niños, el sonido del viento removiendo las hojas de los árboles y nuestras respiraciones yendo al compás. Ahora que no podía verme, me tomé la libertad de volverme para inspeccionar su rostro. Tenía muchas más pecas en el lado izquierdo de la cara que en el derecho, y no dejaba de pasarse la lengua por los labios para humedecérselos.

—Escucho... —pronunció de repente, tras abrir los ojos, con el ceño fruncido—. Uh, nada importante.

Me reí.

—Ignorante.

—Loca.

—La locura es bonita.

—Tú también.

Dejé de observar el cielo para clavar mis ojos en los suyos. El revoltijo de emociones que se arremolinaba en mi interior se disparó en cuanto me di cuenta de que Nash tenía las mejillas sonrojadas. Empecé a sentir un cosquilleo en el estómago. ¿A qué diablos había venido eso?

Entonces, soltó una risita que acabó con la tensión que se había adueñado del ambiente.

—Preciosa —canturreó con burla—. Sobre todo con esas ramitas en el pelo. Qué, ¿acaso has estado viviendo en un arbusto?

—Muy gracioso —me quejé, antes de llevarme las manos a la cabeza para deshacerme de lo que fuera que le hacía reír.

En cuanto estuve segura de haber terminado, empujé suavemente a Nash con el hombro para obligarlo a caminar. Tardamos más de medio minuto en llegar a la zona de picnic que había junto a la gran explanada. Como era de imaginarse, estaba vacía. Hacía tan solo unos segundos que el reloj de mi muñeca había marcado las cinco menos veinte de la tarde; era demasiado temprano para tres cuartas partes de la población mundial, de modo que teníamos todo el parque, a excepción de los columpios, en donde jugaban un par de niños, para nosotros.

Reacia a perder más tiempo, me acerqué a una de las mesas, me senté y le hice una señal a Nash para que se acomodase a mi lado.

—Bienvenido a nuestra última sesión —comencé—: la sesión de la confianza.

Observó con el ceño fruncido cómo me descolgaba la mochila y me la ponía sobre los muslos para empezar a buscar en ella lo necesario para la dinámica. Después de pasarme unos minutos poniéndolo todo patas arriba, saqué de su interior algo parecido a un pañuelo de color negro que era lo suficientemente opaco como para poder usarlo como venda para los ojos.

—¿Estás listo para comenzar? —le pregunté, tendiéndole la tela.

Nash se levantó de un salto y empezó a retroceder de inmediato.

—No. —Negó con la cabeza por lo menos cinco veces seguidas—. No, de ninguna manera. No pienso taparme los ojos con eso.

Enarqué las cejas. Sujeto entre mis dedos índice y pulgar, el trapo no dejaba de balancearse de un lado a otro.

Un amigo gratis | EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora