Capitulo 33

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Día V (Jueves en la mañana): Wilana Lana y yo habíamos acordado en poner la alarma a las 7:00am, pero el sueño nos había vencido. Por suerte las alarmas son más necias que una madre cuando intentan despertarte para que vayas a clases. Al decir la verdad, el parecido es aterrador. Las alarmas, al igual que las madres, no se callan hasta que no verifican que ya estamos verdaderamente despiertos. En fin, la alarma sonó por intervalos de cinco minutos hasta que por fin nos dignamos a detenerla a las 8:05am.

Los chicos se alegraron al saber que ya habíamos conseguido la segunda pista. Les contamos todo y les informamos sobre cuál sería nuestro próximo destino.

Ese día mi madre se comportó de maravilla. Desayunamos arepas con huevo revuelto y jugo de naranja. Todo preparado por ella. Antes de partir, intenté despedirme de ella, pero el momento fue incómodo y preferí marcharme sin siquiera decirle adiós. Odio los adiós, siempre los he odiado, es como si te despidieras para siempre. Como si tuvieses la certeza de que no volverás a ver a esta persona, pero hay que aceptar que son muy convenientes, puedes decirle adiós a alguna persona y alguna de las dos, bien seas tú o ella, podría sufrir un ataque al corazón o verse implicado en un accidente automovilístico y morir. Sería perfecto el adiós.

Muchas personas cuando algún familiar muere se lamentan de no haber tenido la oportunidad de despedirse de esa persona, pero la verdad es que es muy difícil aprovechar esa oportunidad cuando se tiene.

Recuerdo una vez cuando fuimos a visitar en el hospital a una de esas tía-abuelas que todos tenemos, pero que solo llegamos a conocer cuando se encuentran tumbadas en la cama de un hospital, escupiendo sangre y cagándose encima. Fuimos a visitar a esa vieja que estaba agonizando en la cama del hospital, fuimos entrando de uno en uno a su cuarto y el plan era que cada uno de los integrantes de su familia se despidiera de ella de una manera discreta sin hacerle saber que moriría. Que ya no vería más la luz del día (aunque la verdad es que desde su habitación hacía tiempo que ya no veía la luz del día). Que estaba condenada a morir en esa fría e inerte habitación del hospital, tan lejos del calor de su hogar que con tanto esfuerzo había conseguido y del cual jamás tuvo deseos de separarse. A veces nuestros familiares no comprenden esto y nos obligan a quedarnos en un hospital a esperar la hora de nuestra muerte. En fin, uno a uno los integrantes de la familia fueron entrando a la habitación de la tía-abuela. Éramos muy pequeños en ese entonces, pero incluso Bryan Rogue fue capaz de despedirse de ella sin hacerle entender la proximidad de su muerte.

Al fin llegó mi turno y me sentía lo suficientemente preparado para despedirme de ella, sería un adiós disfrazado que ella sentiría, pero que nunca vería, como Dios, o mejor, como el viento. Entré en la habitación y la tía-abuela me ofreció una mirada que daba pena. No había brillo en sus ojos y parecía distante, como si su mente estuviese en otra parte. Como si la muerte estuviese acercándose a ella y no ella a la muerte. Comprendí que en el fondo ella lo sabía. No era estúpida. Mi tía-abuela sabía lo que se avecinaba, pero era ella quien no quería preocupar a sus familiares. Ella no quería ser un estorbo. Su mirada me conmovió tanto que no fui capaz de despedirme de ella. En cambio, estuvimos hablando por más de quince minutos sobre muchas cosas que no se asemejaban en lo más mínimo a la muerte. Un doctor pronto entró a la habitación para pedirme que me marchara. En vez de un adiós, lo que le regalé fueron estas palabras:

— Ahora me tengo que ir tía-abuela, pero en cuanto haya otra hora de visita vendré a verte para que sigas contándome aquellas fantásticas historias de tu vida —no fue ingenuidad lo que me movió a hacer eso. Fue temor. Temor de aceptar la muerte. Temor que todos sentimos, pero que siempre ocultamos. Ese temor a la muerte que nos hace brincar el corazón. Que hace despertar la nostalgia en nosotros.

No pude volver a hablar con mi tía-abuela, pero recuerdo muy bien como ella tomó mi mano con fuerzas y me pidió que convenciera a todos de que la llevaran a su casa. Que ella quería morir bajo los techos que con el sudor de los años ella había conseguido construir para protegerse del sol y la lluvia. La tía-abuela murió justo después de mi visita. Lejos de su hogar. Desde ese día he odiado los adioses. Por eso no hubo un adiós entre mi madre y yo. No es que no diga adiós de vez en cuando, cuando me enojo con alguien, pero ese día supe que mi madre y yo volveríamos a vernos. Había un perdón que nos uniría hasta que no lograra escapar de nuestras bocas.

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