Remedió en la luna inclemente que se asomaba por la ventana; el cielo estaba despejado de toda nube, una noche hermosa para un día tan triste. Guardó silencio, pensando las palabras, queriendo decir todo, a pesar de los nervios que lo carcomían.

—Te amo —susurró, viendo hacia el firmamento para luego reparar en la mujer a la que aún le sostenía la mano—. No sé cómo lo lograste pero eres la única persona a la que le digo esas dos palabras, teniendo tanta importancia. En serio te amo demasiado y lo sé porque lograste en mí lo que incluso Igor no pudo; cambiarme, volverme más noble, que dejara de lado tanto deseo de venganza.

Se inclinó y con delicadeza, besó el dorso de la mano de su amada André, deleitándose con la tersura de su piel.

—Gracias por eso. Espero que, la próxima vez que te diga estas palabras, las escuches consiente y lejos de tantas preocupaciones. Que cuando las escuches, sea algo más que tu guardián y estemos lejos de todo, justo como quieres, viviendo en medio del bosque.

Se irguió en su lugar, percibiéndose un poco más ligero. Por alguna extraña razón, apenas se puso de pies, toda preocupación se fue, quedando el coraje para enfrentar lo que le deparaba aquel largo viaje.

—Adiós, An, espero que cuando vuelva estés despierta —comentó con una sonrisa fugaz. Dio media vuelta y salió de la habitación, sin ver atrás, sin despedirse de Radamanto quien hacía de portero.

Al escuchar la puerta abrirse, el príncipe meditabundo, dio media vuelta para caminar en dirección a la habitación, rebasando al nemuritor de piel morena, deteniéndose justo frente a la puerta. Se quedó envarado pensando si debía despedirse. ¿Era tan sumamente orgulloso para no hacerlo o algo más se lo impedía?

—Deberías despedirte como lo hizo Alexander —comentó Radamanto, de brazos cruzados, recostado contra la pared justo al pie de la puerta, mirándolo de reojo.

—Es en vano hacerlo —contestó el príncipe, apretando la mandíbula al final.

—Mis antepasados, los egdianos, creíamos en que el alma nunca está dormida, está siempre atenta a lo que acontece. Nunca creemos que cuando morimos nos vamos a otra parte porque, sólo dejamos de existir físicamente, no espiritualmente. —Drek se dio vuelta para encararlo, escuchando con atención—. Por eso, si ruegas a los muertos, es porque tienes la plena seguridad de que sus almas te rondan para protegerte y darte el apoyo que necesitas. Lo mismo pasa con quienes duermen; así su cuerpo físico no esté, su alma sí y te acompañará en la travesía que hagas.

—¿A qué viene todo eso? —preguntó Drek, liado, frunciendo el entrecejo.

—A que dejes ese maldito orgullo y te despidas de la mujer que te tiene parado ahí como un idiota —alegó Radamanto surcando los ojos, soltando un bufido que vibró sus labios.

El aludido endureció el semblante, guardándose las palabras. Optó por una nueva actitud de callarse, no replicar para evitarse dolores de cabeza, costándole todavía. Eludiendo el querer reclamarle, decidió hacer caso y entrar a la habitación.

Cerró la puerta al ingresar. Estando a solas con la mujer que conocía desde los diez años, se quedó quieto, contemplándola. Por un momento se consideró un tonto al estar allí, despidiéndose de alguien que no lo oiría ni le daría un abrazo cuando se marchara, pero al pensar que se iría a un destino incierto solo por ella, reconsideró que al menos valía la pena verla por última vez.

Bajó la mirada al suelo, detallando la vestimenta que llevaba puesta, acordándose hacia dónde se dirigía. En toda su vida de luchas, peleas, disputas, sobre todo marcada por la muerte en donde muchas veces fue ejecutor de ésta, nunca pensó que llegaría a un punto en donde estaría dispuesto a dar su vida solo por una persona. Con paciencia se acercó; su gesto siempre severo no se borró del rostro ni cuando la tenía a solas, ni siquiera podía ser aquel sujeto que por dentro se moría de ganas de estar a su lado; de nuevo estaba siendo el mismo cretino de siempre.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora