22. El precio de la traición [Prt. II]

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De nuevo otra punzada, esta vez a la altura de la rodilla; bajó la vista, aterrado, encontrándose con la furiosa mirada de un sujeto acabado, con una pierna amputada, enterrándole sus filosas uñas en el muslo. De inmediato relajó el gesto, reflejando asco ante esa escoria que creía que lo acabaría con simples rasguños. Vladdar sabía que no había escapatoria, que la muerte para él era inevitable, que aunque hubiera querido morir siendo viejo, jamás lo conseguiría, que por su traición jamás lo perdonarían. En ese punto, aunque quería redimirse no podría, su vida se extinguía como la de Renart.

—¿Creían que se irían así, sin pagar por lo que me hicieron? —murmuró el vampiro, sofocado.

Cornelius se alejó de su alcance, con desdén en su mirar. El demacrado inmortal hizo un esfuerzo tremendo para acercársele. Al final se rindió, cayendo bocabajo en el suelo viendo en dirección a Renart; la sangre del hombre a quien le fue fiel manchaba el suelo. Sonrió con pesar, sintiendo por primera vez en muchos años una calidez en su corazón que lo encogió, haciéndolo sentir miserable. Si no fuera por su ansia desaforada de ser mortal, no hubiese pasado nada de lo que ocasionó con su traición.

Estaba a unos cuantos metros cerca de él, así que a rastras se aproximó, sacando fuerzas de donde no tenía. Cornelius que se encontraba a un costado del inconsciente conde, observaba burlón lo que hacía; los dejaría darse el adiós, de todos modos sería injusto de su parte no darles su última voluntad antes de morir.

El sudor que escurría por su negro cabello surcaba su rostro, a veces pegándose algunas hebras en su piel. A pesar de todo lo que hizo, se creía indigno hasta de siquiera ver a Renart, así que solo se quedó a escasos centímetros, apretando los labios, sacando valor para lo que diría.

—Gracias —le dijo Renart, para su sorpresa.

El conde no necesitó abrir los ojos para despedirse, podía sentir cada cosa a su alrededor y sabía que Vladdar en cualquier momento haría acto de presencia, fuera para bien o para mal.

—¿P-por qué?

Abrió los ojos, mostrándose en sus labios una serena sonrisa. Era sorprendente para el inmortal que a pesar de las traiciones, de las injusticias, mostrara una sonrisa tan cálida cargada de confianza, que sobre todo se la dedicara a él.

—Por no revelar al mundo lo más preciado para mí.

Vladdar no supo qué decir, la culpa lo golpeaba más fuerte y aunque quería justificarse, no había motivo válido para excusarse.

Renart en cierto modo sospechaba las palabras que por la culpa no podía decir. Aunque sabía el verdadero motivo del porqué lo traicionó, decidió perdonarlo; él hubiera hecho lo mismo para salvarse. Haciendo un último esfuerzo, levantó la mano y la posó en la de su fiel servidor, la más próxima a él. Confuso, el vampiro miró su trayecto, perdiendo parte del aliento ante el peso de su agarre.

El conde se fijó en esos ojos negros, apesadumbrados, tratando de esbozar la mejor sonrisa, dejando nulo a quien la recibía para luego aceptarla en señal de haber sido perdonado. Abrió la boca para sacar las palabras, disculparse por lo menos... en ese instante, solo el silencio atestiguó su sermón perdido en el viento que sopló.

El sonido de un metal penetró los oídos de Renart, arrancándole el aliento, dejándole un profundo vacío que estremeció cada rincón de su ser. Abrió los ojos ampliamente a la par con el vampiro, viendo cómo una espada atravesaba la espalda de Vladdar, con total firmeza que por un momento pensó que se trataba de una alucinación. Un hilo de sangre surcó por la boca del inmortal quien cerró los párpados con fuerza ante el dolor y la mano que sostenía Renart se cerró en un puño. La vida de un amigo le estaba siendo arrancada en sus narices, sintiéndose despreciable e inútil al no hacer nada para evitarlo. Cornelius por su parte, con una sonrisa cargada de satisfacción, miraba despectivo a los dos hombres, retorciendo la espada que terminó de introducir por completo.

El calor inundó su rostro, la ira su mente y el rencor hacía palpitar sus músculos adoloridos. Renart, impotente, trató de apoyarse en sus dos manos para levantarse; el agotamiento no lo dejó, sus brazos tambaleaban para luego quedar tendido en el suelo. Cornelius rio por lo bajo, tanta era su crueldad que retorció más la espada, arrebatándole un grito desgarrador a su víctima, dándole un incentivo al conde que temblaba de cólera, para que se levantara. Renart gritó desesperado al hacer nada más que ver morir a otro ser querido.

—¿Qué se siente perder a quienes les prometes todo? —preguntó Cornelius, reparando en la oscura mirada del hombre cuya rabia le enrojecía el rostro.

La fuerza de voluntad lo hizo enderezarse, quedando en sus cuatro extremidades, apoyando gran parte de su peso en las manos que aun sostenían un collar de plata, aquel dador de unos guantes cuyo poder era devastador. Sus brazos extendidos le daban soporte a su agotado cuerpo, el molesto sudor que estando fuera de su sistema le helaba la piel, a veces goteaba, dejando su rastro sobre la nieve teñida de rojo por la sangre que derramaban ambos —Vladdar y él—. Quería venganza, quería salvar a sus seres queridos, quería todo menos ver a alguien de los suyos morir, lo raro es que un toque sutil borró por un segundo toda frustración, considerando que ya era tiempo de rendirse.

Una huesuda mano se posó sobre la suya, apretando apenas un poco. Renart, quien tenía cerrados los ojos, los abrió con asombro, descubriendo que Vladdar hacía su último esfuerzo antes de partir. Después de conocerlo como un tipo amargado, indefenso en el bosque que se lamentaba por ser un vampiro, un parásito sin escrúpulos que vivía de la sangre de otros para sobrevivir, al cual nunca le vio una sonrisa en el rostro porque era infeliz de ser inmortal, en ese momento le dedicaba una que a pesar de ser débil, lo conmovió.

—Lamento lo que hice —se disculpó con la voz entrecortada—, es-pero me perdones.

Renart se quiso mostrar gallardo pero no pudo, unas lágrimas salieron con cierta dificultad y esta vez, aunque le provocaba tristeza su pronto deceso, sonrió con pesar.

—Te he dicho que nunca me pidas perdón pues sea lo que hayas hecho, sin importar qué, estás perdonado —murmuró. Su voz sonó decidida aunque su gesto fuera todo lo contrario.

El viento gélido sopló, recordándoles que estaban en otras tierras. Desde su posición, el conde vio lo que el despreciable viejo haría por lo que resignado, con un inmenso dolor carcomiéndole el alma, cerró los ojos y apretó la mandíbula, escuchando el metal de una espada blandirse hasta chocar con la carne de su más fiel discípulo. En un segundo, Cornelius sacó la espada de la herida, sin miramientos la elevó en el aire para luego tajarle el cuello a Vladdar, arrancándole la vida.

Renart gritó, arrodillado en el suelo, aun sosteniéndose sobre sus manos y rodillas. Cerró los ojos con rabia, jurando por el amor que le tenía a su padre y madre que haría pagar con creses a ese bastardo. Oyó luego la carcajada rastrera de ese infeliz, teniendo con eso el incentivo suficiente para incorporarse. Erguido en su lugar, abrió los ojos, topándose con la silueta robusta de un tipo de cabello blanco que, sin desperdiciar tamaña oportunidad, se le acercó para asestarle un puño en la cara.

Aun valiéndose de sus dones, Cornelius dio el golpe con su mano envuelta en una tenue luz que al hacer contacto con el rostro de Renart, lo impulsó hacia atrás, haciéndole perder la consciencia enseguida. Se sentía victorioso, ni ese vampiro ni un estúpido a punto de hacerle compañía al recién decapitado, le harían frente para que lo doblegaran siquiera.

Queriendo alargar un poco el tiempo de vida que le quedaba a Renart, caminó hacia él, tomándose su tiempo. En su trayectoria mandó la cabeza hacia atrás, haciendo traquear los huesos, liberando tensión para lo que vendría. Ya alargó mucho la situación, era hora de acabar con él de una vez por todas. Sonrió, triunfal por la oportunidad única que se le presentó, pensando incluso tomar sus ojos como trofeo para colocarlos en un frasco, en la chimenea de su cuarto en el castillo de Wanhander.

Se olvidó de su alrededor otra vez, no se dio cuenta que a la distancia, alguien le apuntaba con un arco. Una flecha éste disparó, una que al escucharla, Cornelius se precipitó para esquivarla pero no pudo; la recibió a la altura del pecho al lado izquierdo, olvidándose de Renart. Sin emitir quejido alguno se arrancó la gruesa saeta, buscó al artífice de ese ataque, encontrándose con quien menos pensaba.

El mensaje de los Siete [IyG II] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora