Capítulo LXIX: Ponte las gafas violeta.

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Cuando la vida se vuelve estresante, nos olvidamos de las cosas maravillosas de la vida: cómo la luz del sol se filtra por la ventana, haciendo que el pelo de Sarah tenga un matiz especialmente radiante por las mañanas y la habitación se vuelva un poco más naranja que en la tarde. La forma en la que el vestíbulo huele constantemente a café, y la quietud que se percibe en el silencio notable del campus. El degradado del cielo entre lapislázuli y magenta y mandarina y rubí y oro al mismo tiempo, como un espectáculo de fuegos artificiales otorgado por la mismísima naturaleza.

Me observé frente al espejo con una cara vacilante, parpadeando en silencio.

―Comienzo a cuestionar esta batalla. ―Bajé la mirada al traje de baño de dos piezas que dejaba a la inclemencia gran parte de mi cuerpo. Estaba segura de que debíamos luchar por nuestros derechos; ahora bien, no estaba cien por ciento segura de los métodos que nos llevarían por el «a través» del final. Era chocante estar vestida así en una habitación donde no había mar ni arena incómoda entre mis dedos, más que una simple alfombra anticuada y muebles distintivos de personas que dejan a sus hijos en una academia para gente acomodada―. Podríamos estar vestidos como personas normales y aún lograr el objetivo.

Sarah aplicó bronceador en su cuerpo como si fuese a la playa. ―Necesitamos una reacción, Pukie. El chispazo que encienda la llama necesaria para cocinar a esa sardina podrida.

―Y si no surte efecto, podemos ir todo «revolución francesa» con Fish. ―Maggie sonrió sanguinariamente bromista. O tal vez no; nunca sabía con ella―. Ya saben, cortar su cabeza y exhibirla en toda la academia clavada en una pica. ¿Le vamos a quitar la diversión al asunto? Yo pienso que no.

―Sí, bueno ―dijo Sar, alejándose dramáticamente de Maggs―, es un plan B.

―Nos regimos por el plan que no te dejará en la cárcel, MagPie.

Lancé la almohada de la vergüenza hasta Osborn y ambas rieron.

La reunión de los estudiantes de último año había pasado a segundo lugar con la situación de último momento. En el vestíbulo se apreciaban pancartas y carteles cargados por chicas que usaban el símbolo de nuestra rebelión: trajes de baño. La población femenina de Northside y Westside determinó que era como un gran «si antes pensabas que mostrábamos demasiada piel, ¡chúpate esta mandarina, Preston Fish!» con sonidos de sierras eléctricas al fondo y música hardcore punk hasta reventar los tímpanos.

Los profesores aún tenían la obligación de impartir clases, por supuesto, pero los salones estaban principalmente desérticos a excepción de unos pocos privilegiados en el sistema. No obstante, varios estudiantes del grupo de «privilegiados» decidieron no asistir voluntariamente para unirse a la protesta. ¿Qué si se salvaron el día de la revelación, pero un día de estos caían en la absurda red del código de vestimenta? Era un impedimento para la fuerza que impulsaba el curso normal de las clases, el resquemor de ser despreciada y humillada frente a compañeros que probablemente no estaban teniendo pensamientos sexuales sobre clavículas.

Vi venir a mi prima con otro cartel, leyendo el mío. ―¿Ponte las gafas violeta?

―Fue utilizado por una escritora española ―expliqué, girando el cartón para examinar los bonitos anteojos que tracé debajo del texto―. Las gafas son una metáfora de una nueva forma de mirar al mundo. Principalmente, para ser capaz de notar aquellas cosas que perjudican a las mujeres pero que son ignoradas por los ojos masculinos.

Paz rió. ―Es un poco adorable cómo puedes ser tan ñoña incluso eligiendo qué frase pondrás en tu pancarta. Por eso es que te quiero tanto. ―Apretó mi mejilla para probar su punto, el cual era cuán melindrosa podía ser hasta en las tareas más sencillas del mundo. Un patetismo total.

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