Capítulo LIV: Súbete, perdedora. Vamos de compras.

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Una semana había transcurrido desde el almuerzo con Harry y siendo un lunes destellante por la mañana, muchas cosas habían pasado.

En primer lugar, mi hermano regresó al campus de la Universidad hace dos días, por lo que la casa estaba más callada de lo normal y se sentía un extraño aura de armonía en el ambiente ―del que no me quejaba―. La abuela Hazel tocó el otro día mi timbre, disculpándose con un pastel de manzana en una mano y un juguete para Ofelia en la otra mientras me miraba abochornada; ese día se quedó a comer con nosotros ―porque al parecer ahora éramos el restorán del barrio―. Maggie estaba en camino a Texas, tan emocionada que persistía enviando mensajes de texto cada cinco kilómetros, junto a fotografías de la carretera o notas de voz con sus chillidos ―los cuales no entendía el 80% de lo que decía―. Niall vendría dentro de siete días, siendo la principal noticia de mi prima apenas entró por la puerta tres horas después de la videollamada de aquel día, feliz por tener a su lo que sea en Florida ―y frente a nuestra familia, a punto de desatar una bomba colosal―. Hace dos días, accidentalmente había hecho añicos el plato de colección de Patrick Swayze que tenía mi madre en el mobiliario del comedor ―y que, gracias al creador de los tachos de basura, ella aún no lo había notado―. Y finalmente, había hablado con Hardcox, triste porque no tenía oportunidad de comenzar el libro que me recomendó ya que estaba pasando tiempo de calidad con mi familia.

Él respondió comprensiblemente, lo cual me hacía sentir más rara que antes.

Apuñalé con una mueca a la extraña gelatina de judías que había preparado papá como postre, en ausencia de mi madre que retomó su trabajo consumadas las vacaciones. Ahora enseñaba clases de historia en un instituto, y como consecuencia de ese hecho, mis ojos identificaban algo desagradable y moldeable que no tenía aspecto a la placentera sazón de mi madre.

Eché un vistazo a Ofelia, acostada a un lado de mis piernas, cuando tomé el plato y pretendí seguir escuchando a mi padre hablar sobre un partido que daría más tarde la televisión. No era que me desagradaran las tardes con mi papá, pero combinar un postre de dudoso disfrute junto a una charla deportiva no estaba precisamente en mi tarde ideal. Descendí el plato hasta el rostro de mi gata, rogando porque se lo coma, pero la traidora sencillamente lo olisqueó y casi pude escuchar el sonido de repugnancia cuando volvió a la posición original, ignorándome.

―Necesitamos conseguir un perro. ―Mascullé entre dientes.

―¿Cómo dices?

―Nada. ―Sonreí inocente, levantándome del mueble de la sala mientras corría hasta la cocina. Otra cosa dicha por mi padre: si nadie decía nada, estaba totalmente permitido comer viendo el televisor―. Voy a hacer mi mejor esfuerzo para ser honesta y justa, amable y servicial, considerada y compasiva, valiente y fuerte, y responsable de lo que digo y hago. ―Canturreaba infantilmente ladeando la cabeza mientras depositaba el manjar en un cuenco de plástico, con la esperanza de que algún animalillo huérfano lo ingiera apenas vea―. Voy a hacer mi mejor esfuerzo para respetarme a mí y a los demás, respetar la autoridad ―Comencé a caminar hasta la entrada con el cuenco en la mano, saboreando la oportunidad de mi padre inmerso cual bebé ante el brillo frente al televisor. Da la casualidad de que cuando mi mano tocó el frío picaporte, el timbre sonó―, utilizar recursos de manera inteligente, hacer del mundo un lugar mejor, y ser hermana de cada una de las Girl Scouts. ―Terminé con mi hermano y un cuenco de gelatina de judías.

―¿Qué haces en la puerta, Crysta?

Intenté no reflejar mis ganas de exhalar, denotando la poca oportunidad de demostrarle que no le había extrañado desde las diminutas horas de tranquilidad que me otorgó, cuando dibujé una sonrisa brillante y respondí:

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