—Leyla... Tú puedes sentirlo. Dime que sientes su aura. Yo sé que... Por favor, tal vez...

Pero la negación de Leyla dejaba en claro lo evidente.

—Se ha apagado... —pronunció con pesar—. No puedo sentir nada.

Más allá, Dhalia y Aron miraban impotentes y en silencio. Dhalia cargaba a un joven en su espalda, a el cual le sangraba la frente, y tenía las manos, los codos y las rodillas raspadas. Aron hacía lo mismo con un niño que permanecía con la cabeza apoyada sobre su hombro, en profundo sueño.

El sinsabor de derrota se respiraba en el aire. Poco podían hacer ante semejante catástrofe. Araziel pidió a Dhalia levantar la montaña de escombros. La mujer sintió el impulso de obedecer a la pelirroja, pero se tuvo que tragar la condescendencia para con ella.

—Creeme —le dijo, bajando la mirada. Su cabello mojado le cubrió el rostro—, no quieres ver lo que hay debajo.

Cuando el brazo metálico se desprendió de la maraña de cables, Araziel volvió a la silla de su taller de un sobresalto. La invadió por completo la desesperanza y las ganas de llorar que le traían los recuerdos de lo que fue en el distrito central. Lo único que le reconfortaba era saber que, según decían los informes, los fallecidos habían sido menos de lo que se aparentaba. También le alegró saber que la familia del mensajero se encontraba a salvo; su esposa e hijos habían logrado salir de la catástrofe antes de que las edificaciones comenzaran a colapsar.

Leyla apareció en ese momento, asomando la cabeza en la entrada del taller que conectaba con la casa. Se acercó a la pelirroja, con el corazón encogido al verla en ese estado. La atrajo hacia sí y le apoyó la cabeza en su pecho, en un gesto de consuelo. Araziel no pudo evitar echarse a llorar.

Araziel poseía una sensibilidad agudizada que la distinguía del resto de seres. Su capacidad innata para sentir el sufrimiento ajeno iba más allá de una simple empatía; era como si estuviera sintonizada con las emociones de quienes la rodeaban, absorbiendo sus penas como una esponja. Esta habilidad, arraigada en su herencia Kitsune, la llevaba a experimentar el dolor y la desesperación de otros de manera más profunda y visceral. Leyla estaba al tanto de esto, por lo que sabía que, al contrario de Aron, no aceptaría la negativa de Araziel por querer permanecer sola en sus pensamientos. Debía estar para ella. Quería estarlo.

Araziel se aferró a Leyla con su único brazo, temblando en sollozos inaudibles, y Leyla sintió como si le estrujaran el corazón con una trampa para osos.

A unos cuantos kilómetros de la residencia de los Vindich, Marco, en su cabaña designada, se hundía en los recuerdos de lo que había presenciado en el distrito central. Decir que se sintió impotente no era el termino que encajaba, más bien, se sintió inútil ante la magnitud de la tragedia, preguntándose si podría haber hecho más para ayudar, o más bien, si habría sido capaz de aportar algo. Si tan solo tuviera su brazo. Si tan solo los recuerdos y el peso de todo lo acontecido con Hekapoo no lo atormentaran incluso despierto. Resultaba frustrante no poder concentrarse en nada sin tener el recuerdo constante de lo que había pasado con Hekapoo picoteando su mente como pájaro carpintero a un árbol.

Habían sido días horribles los que había tenido desde lo ocurrido en el laboratorio, y ahora en su más profunda miseria se sumaban las consecuencias del terremoto. El estruendo de los edificios derrumbándose resonaba en su mente, mezclado con los lamentos de los supervivientes y el olor a humo que aún se aferraba a sus ropas, pese a que ya habían pasado horas desde entonces y se había aseado tres veces.

Marco y los demás solo habían podido ofrecer mínima ayuda. Dhalia fue, sin duda, la que más pudo aportar, levantando montañas de escombros había podido liberar a casi todas las personas que se encontraban en problemas a su alrededor; junto con Leyla, a quien ya no le importaba mostrar sus poderes frente a todos. Los rumores de que había una bruja en el reino habían dejado de ser mera especulación.

Dimensión en llamasWhere stories live. Discover now