Capítulo 42

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Reflejos de angustia

Un pequeño cilindro de bloqueo aseguraba la placa protectora en la parte interna del codo de su brazo. Araziel luchaba por liberarlo, pero estaba tan corroído por el óxido que se negaba a ceder. Cada intento de aflojar el cilindro solo resultaba en un giro inútil y una sensación de fricción desagradable en sus dedos. Así que decidió desconectar el enlace neuronal de los nervios.

Araziel ajustó su agarre con el destornillador y aplicó más fuerza. Sus nudillos comenzaron a doler por la tensión, pero debía superar la resistencia de la placa. Con cada giro, el metal oxidado mostraba signos de desgaste, como cicatrices del tiempo grabadas en su superficie, y tenía tan desgastados los surcos en forma de equis de la articulación que, en su lugar, solo quedaba una depresión circular de bordes irregulares. Cuando consiguió que asomara lo suficiente para poder arrancarlo, el fino relieve circular que ajustaba la placa había quedado completamente borrado.

De repente, una sobrecarga eléctrica atravesó el sistema, enviando una descarga de energía a través de sus dedos. Araziel sintió un hormigueo eléctrico recorrer su cuerpo mientras buscaba rápidamente el cable correcto. Con un movimiento rápido, desconectó el enlace neural que conectaba su mente con el brazo biomecánico, cortando la corriente antes de que pudiera causar daño tanto a su cuerpo, como al propio circuito del brazo.

Araziel arrojó el destornillador sobre la mesa, asió el brazo por la muñeca y tiró con fuerza para desencajarlo. De pronto saltó una chispa que le chamuscó las puntas de los dedos. Araziel soltó el brazo de golpe y se apartó rápidamente, por lo que este quedó colgando de una maraña de cables rojos y amarillos.

Y de pronto, aquel brazo cobró un tinte de irrealidad frente a sus ojos. La sangre brotó de las heridas que se abrieron en la carne magullada, maltrecha y llena de barro. La montaña de mármol, madera y cristal enterraba el resto del cuerpo, mientras Araziel, en su desesperación, tiraba con todas sus fuerzas para intentar salvar al que se encontraba abajo. Sabía que no había nada que rescatar, nada que estuviera con vida bajo el derrumbe, pero se aferraba al último resquicio de esperanza; a que la persona sepultada tras la caída del edificio, gritara como un último aviso de su vitalidad, aferrándose a la vida.

Su mano biónica resbaló. Al tener tensores hidráulicos, era la extremidad en donde confiaba la mayor fuerza que ejercía en ese momento, pero fue justa esa la razón por la que terminó hecha añicos. La sobrecarga de trabajo debilitó los pernos y alflojó tornillos desgastados. Saltaron chispas y tuercas, y la fijación de debajo de la axila se desprendió, dejando su brazo colgando como un saco de boxeo.

Se quedó, perpleja, e impotente, con los ojos bien abiertos llenos de desesperación y lágrimas que se camuflaban con las gotas de lluvia. Escuchó pasos acercándose; pasos que se percibían tan distantes como los gritos, los llantos y el barullo de los sibrevivientes que, guiados por la guarnición y los militares, salían del distrito central a una zona más segura.

Los pasos se escucharon detrás de ella, y el reconfortante aroma a espliego que desprendía Leyla le llegó a las fosas nasales cuando sintió los brazos de ella rodeando su cuello en un abrazo tembloroso.

—Lo has hecho —le dijo Leyla—. Has hecho lo posible. No te atormentes.

Pero las palabras de Leyla solo acrecentían el sentimiento de derrota de Araziel. No podía despegar la mirada del brazo inerte. No quería abandonar a quella persona. Necesitaba creer que no estaba todo perdido. —Yo... Solo quería...

Un sullozo la interrumpió, y la sensación arenosa en su garganta se hizo insoportable.

—No es culpa tuya —dijo Leyla en tono arrullador—. Vamos. Debemos irnos.

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