Capítulo 20

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Recuerdos perdidos VI

Una flama perpetua
Parte II

Casi quince metros de altura la distanciaban del suelo mientras se aferraba a la pared de un risco rocoso, y solo escasos centímetros lo que separaba sus dedos del único retazo que conservaba de sus raíces; su collar. Aquel que la identificaba y la hacía sentir única, pero que a su vez era un recordatorio constante de lo poco que encajaba en una sociedad que no era la suya. Por años lo guardó con cariño, quizá por ser un vínculo emocional ligado a lo que ella pudo haber sido si su raza aún viviera. Quizá por ser un preciado aliciente que le permitía convencerse de que pertenecía a algún sitio, de que era parte de algo. Quizá, porque la hacía creer que era alguien especial.

Pero no logró alcanzarlo. Las yemas de sus dedos rozaron el dije de manera brusca haciendo que la cadena se zafara. En esa fracción de segundo, se impulsó desesperada por atraparlo antes de que cayera al vacío, pero solo provocó que perdiera el agarre de su mano y que la pequeña roca en la que apoyaba uno de sus pies terminara cediendo por el peso de su cuerpo.

Comenzó a caer en picada sin nada que detuviera su descenso. Se estrelló contra ramas que sobresalían de la pared del risco. Se estrelló con alguna que otra roca entrometida a la que intentó aferrarse desesperada, pero solo logró recibir impetuosos golpes en seco; se hizo varios cortes y tragó polvo. Su espalda recibió el violento impacto contra suelo y sus piernas una roca gigante que la apresó contra la tierra segundos después.

Antes de perder el conocimiento, recordaba que se había cansado de llorar, de luchar por quitarse la roca de encima, de gritar desconsolada, y de esperar ayuda. Por días.

Después, voces mezcladas, llantos de pánico y muchas manos levantándola con tanta cautela que apenas sentía los pasos cuando caminaban. Luego, un negro absoluto.

Cuando despertó no podía abrir los ojos; sus párpados estaban muy pesados. Quizá la extrema comodidad de la cama y las almohadas bajo su cabeza eran las culpables de lo apacible y somnolienta que se sentía. Adolorida eso sí, pero tan ligera y relajada que se imaginaba flotando sobre nubes.

Pero los vendajes no eran muy cómodos, le afianzaban ambos brazos desde los hombros hasta las muñecas, en su frente también se cruzaba uno, en el pecho justo arriba de sus senos y en el abdomen; pero ese último se detenía llegando a su cintura. De ahí para abajo no sentía nada.

Escuchaba los sonidos y las voces con una cualidad etérea y alejada, como si se encontrara bajo el agua. Podía reconocer la voz angustiada de la señora Mirna, atosigando al doctor con preguntas de todo tipo; a su lado sentía un ligero peso recostado sobre su hombro, a la vez que un par de manos cálidas cuyos dedos entrelazaban los suyos con delicadeza; supo que era Eclipsa. La discusión de sus hermanos era inconfundible más allá, provenía de la habitación de al lado y en sus chácharas exasperadas se percibía una angustia sobremanera.

«¡No debiste dejarla sola!».

«¡Tú también la dejaste sola, no me salgas con excusas!».

«¡Cálmense! ¡Debemos estar para ella en estos momentos! ¡Esto no se trata de buscar culpables!».

Aquello fue lo último que pudo distinguir entre los gritos antes de dejarse vencer por el sueño.

Eclipsa soltó la mano de Hekapoo, con el cuidado y ternura de una madre que deja a su bebé sobre la cuna. Se limpió una última lágrima que se deslizó sin permiso por su mejilla y caminó hasta el doctor quién se mantenía haciendo apuntes sobre una libreta, con la señora Mirna respirándole encima del hombro. Tuvo que llevarse a la mujer consigo y sentarse a su lado para intentar tranquilizarla; cuando posó sus manos sobre las de ella se dio cuenta de que le temblaban incluso más que las suyas.

Dimensión en llamasWhere stories live. Discover now