24. DÍA. En comisaría

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Desde el asiento trasero del coche de policía, Alcor observó como se acercaba la comisaría. Era un efecto de transferencia de movimiento, ya que, en realidad, era ella la que se movía inexorablemente hacia sus muros.

Los primeros rayos del sol de un domingo cualquiera empezaron a salir mientras, debajo de tierra, Mizar cerraba los ojos.

Alcor parpadeó. ¿Qué pasaría a partir de ahora? No tenía ni idea. Probablemente la interrogarían. Con qué grado de fuerza no podía saberlo. Se contaban historias terribles, aunque la versión oficial era que ya no se torturaba. Por otro lado, ¿cuánto tiempo necesitarían para saber que era de una familia influyente? ¿Llamarían a su padre? ¿La ayudaría?

No tenía modo de responder a todas esas preguntas.

Alcor echó una nueva ojeada a la comisaría: era una estructura imponente. Sus módulos interconectados reflejaban el brillo tenue de la ciudad que empezaba a despertar con sus superficies lisas y metálicas.

Al aproximarse, notó cómo las células fotovoltaicas que recubrían las paredes captaban los primeros rayos de la mañana, dándole un aspecto casi etéreo.

A veces, la vida parecía del todo irreal.

El vehículo se detuvo y las puertas se desbloquearon con un clic. Banjo bajó el primero y la agarró con su manaza por el brazo con una fuerza innecesaria. La estiró fuera del coche y le dio un empujón para que caminara.

Los policías se situaron uno a cada lado y echaron a andar.

Al acercarse a la puerta de entrada, el PCIC se hizo presente mediante un zumbido grave, marcando un perímetro seguro alrededor del edificio. No había vallas físicas; pero, en su lugar, un campo de fuerza sutil delineaba el acceso controlado.

González levantó la mano para que se detuvieran.

La energía se interrumpió por un momento y pasaron. A sus espaldas, el suave zumbido se reanudó.

Atravesaron la puerta principal. Detrás de esta había un arco de seguridad que, al detectar su presencia, activó un escaneo rápido, proyectando una luz tenue sobre Alcor mientras analizaba su biometría.

Continuaron andando.

Alcor observó un mostrador largo, protegido por un cristal blindado. Detrás, un montón de agentes mantenían una actividad frenética.

Entraron en un pasillo largo y sucio que les llevó a una puerta transparente que tapaba el camino. En la pared, un nuevo dispositivo para un segundo control. Esta vez se trataba de un panel que solicitaba una confirmación de identidad dactilar. Banjo, González y Alcor tuvieron que identificarse sin ningún tipo de distinción. La máquina dio su permiso y la puerta transparente se abrió.

Una vez dentro, la atmósfera cambió. La iluminación era clara pero no invasiva, y el aire tenía un toque fresco, filtrado. Los sonidos de la actividad de la comisaría se amortiguaban, dando la sensación de estar aislada del caos exterior.

Alcor fue conducida a través de un pasillo iluminado por luces empotradas en el techo que se activaban al detectar movimiento hasta que llegaron ante una puerta sin distintivos. Un panel táctil junto a ella brillaba sutilmente, esperando la autorización necesaria para permitir el acceso.

Banjo se acercó al panel. Un dispositivo le escaneó la retina. Tras un breve momento, la puerta se deslizó silenciosamente, revelando el interior de la celda: era austera pero funcional, con paredes que podían absorber impactos y resistir intentos de daño. Una pequeña ventana en la parte superior permitía la entrada de luz natural, aunque estaba reforzada con ATR. En un rincón, una cama estrecha con un colchón delgado se adhería a la pared, junto a una mesa plegable y una silla, todo integrado para maximizar el espacio y la seguridad. Al otro lado, un retrete metálico.

Una vez dentro, González le quitó el anillo que restringía su campo de energía.

Alcor se sentó encima de la cama mientras González salía al exterior de la celda. La puerta se cerró con un suave zumbido. Alcor se tocó el dedo donde había estado el anillo. Su cuerpo empezaba a recuperar su flujo y tono habituales. Sintió una sensación placentera, en contraste con la tristeza que le provocaba el hecho de estar encerrada. Se encontraba completamente sola. La quietud era casi palpable, solo rota ocasionalmente por el leve zumbido de los sistemas de seguridad electrónica.

Entonces, a Alcor le entraron unas ganas terribles de ir al baño. Miró el retrete, luego a su alrededor. Aparentemente, no había nadie, pero ella sabía que estaría monitoreada las veinticuatro horas del día. Quizás tuviera suerte y solo fuera una IA. De todos modos, tenía que adaptarse. No había otra opción.

Se acercó al inodoro, se desabrochó los pantalones y se los bajó hasta la mitad del muslo. Luego, en con un gesto rápido, se bajó las bragas y se sentó en el retrete. Sus músculos se soltaron liberando una orina plagada de nervios y cortisol.

Alcor soltó todo el aire que tenía en los pulmones y se echó a llorar. Mientas le daba al botón del agua, no pudo dejar de pensar en cuántos culos debían de haber pasado por ese retrete. El chorro frío le limpió los restos de orina.

Se levantó y se subió la ropa en un mismo movimiento. Un sensor liberó el agua de una cisterna oculta. De todos modos, aunque la estuvieran grabando, nunca podrían hacer públicas esas imágenes, así que, ¿qué importaba? Tenía que ser inteligente. Tratar de descansar antes de que empezaran los interrogatorios.

 Tratar de descansar antes de que empezaran los interrogatorios

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Se sentó de nuevo en la cama. Era solo eso, una superficie dura y un colchón barato. Nada de sensores musculares, ni de adaptabilidad a la curvatura de la espalda.

Se tumbó. Lo importante era sobrevivir.

Cerró los ojos y se durmió.

La despertó una bofetada. Tuvo el tiempo justo para abrir los ojos y ver cómo le introducían la cabeza en un saco más negro que la garganta de un lobo.

Bajo un cielo artificialWo Geschichten leben. Entdecke jetzt