14. NOCHE. Me llamo Mizar

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Señor la miraba con curiosidad.
―¿Dónde te habías escondido? ―le preguntó Mizar.
El niño sonrió.
―En el rato en que estuvisteis en la cocina, me cambié de sitio. Como ya habíais registrado el armario, pensé que sería un lugar seguro.
―Chico listo ―le dijo Mizar mientras le revolvía el pelo.
Gobolino soltó un maullido ligeramente mecánico.
―¿Y este petardo? ―preguntó Mizar.
―Es mío. Lo escondí al llegar. Creo que pensó que estaba solo y decidió darse una vuelta para reconocer la casa. ¿Te importa?
Mizar se pellizcó una mejilla.
―No, supongo que de algún modo nos ha salvado el pellejo. Si no hubiese montado el jaleo en la cocina, quizás no hubieras tenido el tiempo suficiente para cambiar de escondrijo.
―¿Puede quedarse aquí con nosotros? ―preguntó Señor.
El gato saltó a los brazos de Mizar.
―¿Estáis sincronizados?
Señor rio.
―Un poco.
―De acuerdo ―accedió Mizar―, puede quedarse. ¿Tiene nombre?
―Gobolino ―dijo Señor.
―Muy bien, pues, Gobolino. Vamos, tengo que decirte una cosa importante.
Mizar llevó a Señor hasta el comedor y lo sentó en el sofá.Lo miró a los ojos.
―Ahora me tengo que marchar, ¿comprendes?
El chico asintió.
―Tengo que ir al trabajo. Si no, sospecharán algo. O deberé dar alguna explicación que no tengo. Tendrás que quedarte solo todo el día. Es muy importante que no le abras la puerta a nadie. Pase lo que pase. ¿Lo comprendes?
Señor asintió de nuevo.
―En el frigorífico hay comida, puedes coger lo que quieras. Pero no hagas ningún ruido. Si conectas el televisor, ponte eso ―le dijo señalando un par de auriculares que estaban en una cajita al lado de la pantalla.
Mizar observó la expresión de Señor. Le pareció que comprendía todas las instrucciones que le estaba dando; aunque no podía estar segura al cien por cien.
―Adiós ―dijo.
Se levantó y caminó hasta el recibidor. Señor fue detrás como un polluelo.
―Señor ―dijo el niño.
Mizar se detuvo.
―¿Sí?―No te preocupes, no pasará nada.
―De acuerdo.
Mizar cerró la puerta a sus espaldas y salió a la oscuridad, solo interrumpida por las luces del túnel. Anduvo hasta la parada del V-29. En el interior del autobús, dictó mentalmente una nota. La imprimiría en el trabajo. No era algo tan personal como escribir a mano, pero sería mejor que nada.

Querida Alcor:

No sé qué sabes de mi realidad, que trasciende o que no trasciende, pero Casablanca no está permitida. No nos dejan ver ninguna imagen en la que aparezca el sol. O la luz solar. O algo que pueda provocar en las células de nuestro cerebro una añoranza del sol. Yo también pienso que esto es una locura. Pero, coincido contigo, todavía es una locura más grande esta división artificial en la que tenemos que vivir. He decidido arriesgarme. Sin riesgo, la vida no vale la pena. Así que me parece bien que nos sigamos comunicando. También me parece bien que nos vayamos conociendo poco a poco. De momento, te daré el mismo pedazo de información que tú me confiaste a mí: mi nombre. Mizar. Así me llamo. Por cierto, muchas gracias por los pendientes y la fotografía. Me da mucha rabia no poder ponérmelos, pero, claro, eso sería como pegarme un cartel en la cara que dijera que soy una terrorista. Dentro de unas horas, dejaré esta nota dentro de la caja metálica. Para mí, se estará acercando la noche. Para ti, estará empezando el día. Espero que mañana vayas a buscarla. Si puedes, responde al instante. De la manera que sea. Quiero volver mañana mismo y ver si me has respondido alguna cosa. ¿Te parece bien?

Un beso, Mizar.

Después de haber dictado las tres últimas palabras, dudó. ¿No sería demasiado íntimo? Decidió dejarlo tal como estaba. Por una vez, no hacía nada calculado. Se estaba dejando llevar por su instinto. Y no pensaba echarle sal al caramelo.
Llegó al trabajo justo un minuto después de su hora de entrada. Eso estaba dentro de lo aceptable. En el vestuario, se puso el uniforme de trabajo y aprovechó para mirarse en el espejo: tenía un aspecto terrible.
Entró en el cubículo y se puso el casco visualizador.
―Buenos días ―la saludó Max.
―Buenos días. ¿Qué tenemos hoy?
―Los DA han detectado movimiento en el sector ocho. Han estado persiguiendo a una Sabrina.
―¿Han abierto fuego?
―En cuatro ocasiones. Pero no han conseguido abatirla. La fugitiva ha respondido al fuego.
―¿Alguna baja?
―Uno de los drones ha caído.
―Está bien. Vamos a despegar.
Esa era la parte más emocionante. Acelerar las hélices con su mente y abandonar el suelo. Volar como un águila por un cielo oscuro. Pero esa vez, había algo que no la dejaba disfrutar. Algo parecido a una duda que se había esforzado en tapar todo este tiempo: ¿era ético eliminar a esos fugitivos? El Estado era muy inteligente en ese sentido. Dejaba el trabajo sucio para los drones automáticos. Pero ella formaba parte de ese engranaje, de ese sistema. No podía obviarlo. En teoría, era una estructura necesaria para la seguridad nacional. Sin embargo, ya no sabía qué pensar. Lo que estaba haciendo con las cartas era ilegal y, aun así, no le parecía que estuviera mal. ¿Dónde estaba la línea que separaba una cosa de la otra?
Con la ayuda de los automáticos, estuvieron toda la mañana tratando de localizar a la Sabrina, pero no la encontraron. Quizás había conseguido llegar hasta las montañas. Los equipos de seguridad no se alejaban nunca tanto, ya que allí algunos fugitivos tenían baterías antiaéreas.
―No te preocupes ―dijo Max cuando finalizó la jornada.
―Claro ―dijo Mizar, aunque sabía que su rendimiento se monitorizaba minuto a minuto―. Hasta Mañana, Max.
―Mañana es sábado, Mizar ―respondió la inteligencia alternativa.
―Oh, claro, hasta el lunes.
Mizar se cambió en el vestuario. Después, entró en la zona de descanso. Allí había una impresora de comida y un billar americano. También una pantalla y una vieja impresora convencional que ya nadie usaba. La sala solía estar atestada durante el cuarto de hora de descanso que los empleados tenían, pero ahora que era la hora de salida, todo el mundo tenía prisa por largarse, así que estaba completamente vacía. Mizar conectó con su nube e imprimió la nota que había dictado para Alcor. La dobló en dos y se la metió en el bolsillo.
Caminó hasta el parque. Como siempre, en el cielo, lucían las estrellas artificiales.
Antes de desenterrar la cajita metálica, se sentó en el banco y se fumó un cigarrillo. Fue un momento de calma, quizás el primero del día.
Después, desenterró la cajita, metió el papel doblado en dos y la volvió a sepultar. Se aseguró de que nadie la estaba espiando y procedió a aplanar el montoncito de tierra para que no se notara nada.
Cuando le pareció que estaba perfecto, emprendió el camino de retorno a casa.

Bajo un cielo artificialWhere stories live. Discover now