8. DÍA. Atardecer en el parque

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Alcor se puso las botas y la chaqueta de cuero negro. Se miró en el espejo y lo que vio fue una cara llena de determinación. Abrió la puerta, se metió en el ascensor de alta velocidad y, en menos de un segundo, se plantó en la calle. Como siempre, notó un zumbido en los oídos; no acababa de acostumbrarse a la ultra velocidad, pero eso era un mal menor. En realidad, era una privilegiada y lo sabía. Las razones por las que unas familias obtuvieron el título de luces y otras el de sombras nunca estuvieron claras del todo, pero Alcor no era tan inocente como para no sospechar que el patrimonio y el linaje tuvieron algo que ver. Los ricos son los ricos y los pobres son los pobres. Hay cosas que, por mucho que evolucione la historia, nunca cambian. Tampoco hacía falta ser un genio para darse cuenta de que los trabajos más duros se realizaban durante el segundo turno; en cambio, los trabajos más placenteros durante el día. Por no hablar del hecho de que ella podía ver y disfrutar la luz real, podía sincronizar su cuerpo al ritmo inherente al planeta, podía sentir el amanecer y el atardecer como algo normal y natural.     
     ¿Cómo debía ser vivir en una noche perpetua?  
     Espantoso.     
     Alcor empezó a andar por la calle en dirección al parque. Consultó su reloj y miró la posición del sol. Le quedaba apenas media hora antes del toque de queda. Si se daba prisa, no tenía por qué tener ningún problema. Pero la presión estaba ahí. Si se hacía oscuro y se cruzaba con una sombra, eso significaría la muerte. Cada vez que sucedía una de estas historias, salía en la portada de los periódicos. Entonces toda la población se estremecía de terror. También había casos de desapariciones no resueltas que se convertían en leyendas urbanas.
     ¿Dónde estaban esas personas?
     Nadie lo sabía.
     Alcor volvió a fantasear con la posibilidad de vivir en algún lugar en el que no hubiera luces y sombras. Se especulaba con que Costa Rica era el último país que se resistía a los dos turnos impuestos por el nuevo orden mundial, pero no había manera de comprobarlo.
     Alcor también había fantaseado alguna vez con extirparse el chip de identificación; había oído historias de médicos clandestinos a los que una podía confiar esa tarea, pero en el fondo le daba un poco pánico que le abrieran la piel y hurgaran dentro. Además, eso significaría la clandestinidad para el resto de su vida. Eso con suerte; porque, si la capturaban, podía darse por muerta...
     Mientras andaba, Alcor iba dejando al lado y lado edificios altísimos repletos de viviendas. La gente a su alrededor volvía a sus casas. Ella era la única que andaba en dirección al parque. Bueno, eso al menos le garantizaba que no habría curiosos merodeando por ahí y que podría enterrar la caja con tranquilidad, o al menos eso es lo que esperaba.
     Después de cruzar el semáforo que separaba vía Andina del parque, la ausencia de seres humanos fue completa.
     Alcor anduvo hasta su zona preferida. Se trataba de un rincón apartado en el que había dos bancos enfrentados, es decir, uno delante del otro. El mismo sitio en el que Mizar iba a relajarse después del trabajo.    
     Se sentó un segundo en uno de los bancos. Sacó su cajetilla de Specials y de su interior extrajo un cigarrillo dorado. Era uno de los pocos placeres que el gobierno aún permitía a sus habitantes, seguramente porque los impuestos que recaudaba a base de envenenar a la población eran tan altos que no podían prescindir de ellos. Nada nuevo. A Alcor no le importaba. Cuando una es joven, no cree que pueda morir a causa de un cigarrillo, y si lo meditas, es un pensamiento acertado. No es el cigarrillo número treinta y dos el que te va a matar, sino el treinta dos mil.     
     Alcor comprobó otra vez que no hubiera ningún fisgón.     
     Nada: el sol desaparecía por detrás de un rascacielos, y no había ni un alma.
     Sacó la caja que había envuelto con tanto cuidado y, a toda prisa, quitó el papel. Después, extrajo del bolso una cuchara puntiaguda con la que se había ayudado la primera vez para cavar el agujero. Se puso de rodillas y empezó a hurgar en la arena. A los pocos minutos, ya tenía un hoyo lo suficientemente profundo como para esconder la caja. La sujetó en lo alto, le dio un beso y la introdujo en el agujero. A toda prisa cubrió de arena el espacio vacío. Cuando hubo terminado se puso de pie y lo pisoteó.
     Un ruido hizo que se girara de golpe.
     Observó a su alrededor.     
     Detrás de un árbol, alguien la espiaba; estaba segura.     
     Carraspeó.     
     ―¿Quién anda ahí?     
     Un zumbido.     
     ―Sal ―ordenó Alcor.     
     Poco a poco, de detrás del árbol apareció un pequeño robot. Era de los antiguos, muy cuadrado y con una cara inexpresiva. Originalmente, debía haber sido blanco y naranja, pero ahora presentaba manchas y clapas por todas partes. Además, le fallaba uno de los ojos.     
     ―¿Te has perdido? ―preguntó Alcor. 
     ―No ―respondió el robot con voz metálica.     
     ―¿Entonces?    
     ―Bien, quizás no debería decirlo...     
     Alcor entornó los ojos.     
     ―Eres un DC4, ¿no? Un robot para niños.     
     DC4 asintió.     
     ―¿No estás programado para decir siempre la verdad?     
     DC4 asintió de nuevo.     
     ―Escapé de la planta de desguace.
     Alcor se mordió el labio.     
     ―¿Eso no es ilegal?     
     ―Sí.     
     ―¿Qué has visto?     
     ―Has enterrado una caja en el suelo.   
     Mierda, no podía dejar que esa máquina con memoria caminara por ahí suelta.     
     Alcor cogió a DC4.     
     ―Oh ―murmuró el robot.     
     ―Te vienes conmigo.     
     Alcor salió del parque a toda prisa. Empezaba a hacerse tarde. Deshizo el camino recorrido a la velocidad del rayo.     
     En la esquina con Mezquitas se cruzó con una patrulla que se ofreció a llevarla a casa, pero Alcor declinó, vivía a solo dos manzanas, les dijo.     
     Al poco, la oscuridad empezó a impregnarlo todo.
     Sonó la sirena que marcaba el toque de queda.
     Alcor empezó a correr. Era una idiota y una imprudente. Tendría que haber aceptado la ayuda de la patrulla, pero le había dado cosa que le hicieran preguntas o que quisieran ocuparse de DC4.
      ―Corre ―dijo el robot―, según mis cálculos...
     Alcor le tapó el agujero que hacía de boca y apretó a correr con todas sus fuerzas.
     No paró hasta cruzar la puerta de su edificio.
     Resoplando, apoyó la espalda en la pared y dejó que resbalase hacia abajo. Cuando su culo tocó el suelo, un tremendo ruido metálico la sobresaltó. Giró la cabeza y contempló como la compuerta metálica sellaba la entrada de su edificio.
     Salvada.

Bajo un cielo artificialWhere stories live. Discover now