PARTE I. 1. NOCHE. Bajo un cielo blanco y negro

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Mizar agarró el casco visualizador, tiró de él y, con un gesto lánguido, lo dejó meciéndose en la punta de los dedos. El movimiento, adelante y atrás, de forma imperceptible, se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que quedó inmóvil. Turno finalizado. Su trabajo cómo piloto de drones podía ser agotador, aunque aún no había perdido ese cosquilleo de felicidad que le daba el hecho de elevarse virtualmente por el cielo y volar como un pájaro. Pocas veces había visto volar a ningún animal. En la oscuridad, la mayoría de las aves descansa. 
     Mizar salió de la sala de visualizaciones y se dirigió al vestuario. Se quitó la ropa reglamentaria: una camiseta de algodón muy fino, unas mallas transpirables, y unas zapatillas deportivas. Como cada día, las introdujo en la máquina limpiadora. A pesar de que, básicamente, su ejercicio era mental, a veces era imposible no involucrar su sistema muscular en la actividad del vuelo. Ligeras tensiones y movimientos se prodigaban durante las horas de trabajo. Esa noche, además, le había tocado participar en la persecución de un fugitivo. Eso siempre disparaba sus niveles de adrenalina y le provocaba un leve dolor de mandíbula. Sus rodillas también tendían a resentirse de la tensión extra.
     El agua caliente y el jabón perfumado la ayudaron a empezar el proceso de desconexión con el trabajo. En el curso de formación les habían advertido de que era uno de los puntos cruciales para lograr una carrera larga y satisfactoria de piloto de drones. Ella había demostrado manejarse bien y, además, el sueldo era muy bueno. Así que no tenía ninguna intención de echarlo todo a perder.
     Después de la ducha se vistió con ropa cómoda: pantalones anchos de chándal, camiseta de algodón, sudadera y deportivas. Todavía le quedaban un par de horas hasta que tuviera que bajar al inframundo. Así que decidió dar un paseo hasta el parque.
     A su alrededor, los edificios parecían moverse de izquierda a derecha cómo sucede cuando viajamos en tren y miramos por la ventanilla. Altas construcciones con innumerables ventanas y balcones, aunque cerradas a cal y canto. Imposibles de abrir. Controladas de forma remota por el Estado. Una manera eficiente y limpia de mantener a la población del primer turno encerrada durante la noche. Mizar, por un instante, trató de imaginar las caras de las personas que estaban en el interior de esos edificios. ¿Cómo debían ser? Seguramente, no muy diferentes de ella. Tres generaciones sin ver la luz del día no eran suficiente para producir ningún cambio genético, o, al menos, eso aseguraba el gobierno, aunque Mizar no tenía manera de comprobarlo. Lo que sí podía hacer era mirarse al espejo. Contemplar sus ojos almendrados, color noche, su pelo corto, liso y negro. Su flequillo rebelde.
     El parque estaba silencioso. Tenía suerte con sus turnos en el trabajo, que le permitían salir un poco antes que el resto de la población. Se sentó en su banco preferido y saco un cigarrillo de la cajetilla. Depositó la boquilla en sus carnosos labios, sacó un mechero de color rosa, su color favorito, y encendió el cigarrillo. Aspiró con fuerza y dejó que el humo penetrara en sus pulmones provocándole un cosquilleo agradable. Espiró y, mientras levantaba la cabeza, arriba, un cielo blanco y negro, artificial, la hizo sentirse pequeña y a la vez reconfortada. Le daba igual que no fueran estrellas verdaderas. Era mejor ver esa proyección que una densa capa de polución. Lo que el cerebro interpreta como real, es real. Solo los aguafiestas se entretenían en recordarse una y otra vez que todo lo bueno, las pocas cosas buenas que quedaban, eran falsas. Tan falsas como una muñeca de cera, que, aunque una piensa que puede abrazarla, darle un beso, amarla; sabe, que en realidad, no debe hacerlo, ya que se derretiría entre los brazos hasta desaparecer.
     Mizar dio un par de caladas más al cigarrillo, decidida a no deprimirse por mucho que esos pensamientos la llevarán por el mal camino. Entonces, unas imprevistas ganas de volver a casa hicieron que se levantará de un bote. ¿Qué hacía allí perdiendo el tiempo? Su trabajo le exigía tener los cinco sentidos al máximo nivel y eso requería, como mínimo, ocho horas de sueño al día.
     Ya de pie, dio una calada final al cigarrillo y lo lanzó al aire. Con la punta de sus deportivas aplastó la colilla contra el suelo de tierra del parque. Retiró el pie inmediatamente. Se había clavado algo. Con sorpresa, vio que lo que le había producido el pinchazo no era una piedra, sino el canto de lo que parecía una pequeña caja metálica enterrada. Qué raro. Se arrodilló y examinó el canto puntiagudo. Sí, no había duda, eso no era ninguna piedra. Mizar consideró, por un segundo, levantarse y seguir con su plan de llegar lo más pronto posible a casa. Pero había algo en ese canto que la había fascinado. Una caja enterrada, vaya, vaya, eso sí que era extraño, pensó. ¿Quién la habrá puesto ahí? Bien, solo había una manera de saberlo, de eso Mizar estaba convencida. Así que con las puntas de los dedos empezó a escarbar hasta que extrajo una pequeña caja metálica que refulgía como un espejo. En ella vio Mizar reflejada su propia cara, rodeada de los puntitos brillantes que flotaban en el cielo. Y ahora, ¿qué? Si había llegado hasta aquí, no podía detenerse. ¿Qué podía haber de malo en el interior de esa caja? ¿Y por qué tenía que ser malo? Con toda probabilidad la había enterrado algún niño. Mizar sabía que a veces los sacaban de los centros de aprendizaje para hacer ejercicio en el parque. Aunque en esos casos estaban estrechamente vigilados por sus profesores. No parecía muy posible que un niño hubiese podido burlar la vigilancia de esos responsables para enterrar una caja. Por suerte, la mano de Mizar, desprovista de cerebro, ya se había posado en el borde metálico y buscaba el modo de abrirla. Clic. No fue nada difícil. Quien fuera que había dejado allí esa cosa enterrada, quería compartir su secreto.

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