4. NOCHE. Todo va a salir bien

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En una fracción de segundo, Mizar decidió salir de la cama. Los dedos de sus pies se encogieron al contacto de la chapa metálica que cubría el suelo, pero eso no la detuvo. El timbre de voz había sido muy claro: Señor. Y, aunque la lógica aconsejaba no salir de la cama en plena noche, se trataba de un niño. Un niño pequeño, y ella no era una desalmada. O, al menos, no la habían educado así. O eso creía, ya que tenía un recuerdo difuso de su madre. Como todas las otras niñas, la habían separado de su familia a los diez años, el día de su aniversario. Pero los valores esenciales los había mamado de su leche, de eso estaba segura.
     Se vistió a toda prisa. Apenas unos pantalones, una sudadera y unas deportivas. Se calzó una gorra y se cubrió con un grueso anorak.
     Cuando salió al exterior, no había ni un alma. Un viento le hizo volar la gorra un par de metros. Mientras se agachaba para recogerla, llegó un coche de la policía. Mizar levantó la vista y vio como el potente vehículo aparcaba delante del sitio donde solía ponerse Señor. Dos fornidos agentes bajaron del coche acorazado y empezaron a escrutar la oscuridad con dos potentes linternas. Mizar se acercó, pero uno de los policías la detuvo con un gesto de la mano. Mejor obedecer.
     En el suelo, Mizar vio la manta de Señor manchada de sangre. Delante, sus figuritas de alambre estaban esparcidas por el suelo.
    Los agentes tomaron fotografías de todo. Luego, el más bajo se acercó a Mizar. Sacó su teléfono y se tocó el sensor del pecho.
     ―Mire aquí.    
     Mizar obedeció.     
     ―¿Qué ha sucedido? ―le preguntó mientras le leía el iris―. ¿Ha visto algo?
     Mizar movió la cabeza de lado a lado.
     ―No. Oí un grito desgarrador y bajé. Me pareció que era la voz de Señor.
     ―¿Señor?
     ―Bueno, no sé cómo se llama en realidad. Por el barrio lo conocemos con ese nombre. Es un niño. Suele ponerse allí. ―Mizar señaló la manta manchada de sangre―.  Intercambia sus figuritas por comida o dinero.
     El agente bajito miró al alto.
     ―¿Qué creen que ha sucedido? ―preguntó Mizar.
     ―Una pelea entre vagabundos. Pasa todo el rato. Uno intenta robarle al otro. Si este se resiste, se inicia una pelea. A veces la cosa acaba mal.
     ―Pero yo no oí ninguna pelea.
     ―Eso no significa nada. Estaba usted en la cama, ¿verdad?
     Mizar asintió.
     ―Dormida, ¿no?
     Asintió otra vez.
     ―Entonces, no puede estar segura de nada. Créame, cada noche hay peleas. Estamos hartos de ir de un lado para otro. Váyase a casa. No es aconsejable salir después del toque de queda.
Estaba claro que los agentes daban la conversación por terminada, así que Mizar se ajustó la gorra, dio media vuelta y se dirigió a su casa. Ni que decir que las palabras del policía no la habían convencido para nada. Pero ¿qué podía hacer?
     Entró en casa y se preparó un vaso de leche caliente. Se puso el pijama y se tomó otra pastilla. Se quedó dormida enseguida.

A la mañana siguiente, la despertó la luz artificial del techo de su habitación. Imitaba la longitud de onda de un amanecer. Eso ayudaba a que su pituitaria interpretara que se había hecho de día y que era necesario poner en marcha todos los mecanismos.
     Se hizo un café doble. Eso siempre la ayudaba a arrancar su ritmo circadiano.
     Luego se pegó una ducha y se vistió con la camiseta y las mallas del trabajo.
     Cuando salió a la calle ya no había ni rastro de la manta manchada de sangre ni de los muñequitos de alambre.
     Mizar sintió una punzada de rabia, pero debía continuar. Cogió el V29 y se bajó en la salida cuarenta y tres.
     Cuando salió al exterior, el sol ya había desaparecido por el horizonte, así que pasó de una negrura iluminada artificialmente a otra negrura con estrellas proyectadas en el cielo.
Se pasó la mano por el pelo. «Tampoco está tan mal», pensó. «Aunque nos tocó la peor parte. Las luces pueden ver el sol y la oscuridad. Las sombras solo podemos ver la noche. Una noche eterna. Aunque las luces no pueden salir de casa una vez el sol se ha puesto. Nunca. Eso debe ser un rollo». Este tipo de pensamientos le venían, de vez en cuando, como una especie de mantra recurrente.
     Mizar, llegó dos minutos antes al trabajo, como cada día. Como ya se había cambiado en casa, no pasó por el vestuario. Mejor, no le apetecía hablar con nadie.
     Entró en su cabina y se ajustó el casco.
     Enseguida le habló Max.
     ―Buenos días, Mizar.
     ―Buenos días, Max. ¿Qué tenemos para hoy?
     ―Algo fácil. Vigilancia rutinaria en el sector tres.
     ―¿Algún disturbio?
     ―Se han reportado tres presencias.
     ―¿De qué tipo?
     ―AZ-47
     ―¿Con munición?
     ―Podría ser que hubieran conseguido algo en el mercado negro.
     ―¿Aspecto masculino, femenino o binario?
     ―Dos Sabrinas y un Humphrey.
     Mizar sonrió, Max le ponía motes a todo.
     Muy bien. Si veo algo, te aviso.

     Cuando Mizar colgó el casco, estaba agotada. El hecho de no haber descansado del tirón, le había pasado factura. Además, sobrevolar un sector durante una jornada completa sin ningún resultado era muy frustrante y aburrido. También había otra cosa, pero Mizar no quería pensar mucho en ella. Señor. ¿Qué debía haberle sucedido? Ya tendría tiempo para pensar en eso, ahora tenía una misión muy importante.
     Salió a la calle evitando cualquier contacto. No quería que vieran a donde se dirigía. Tenía que llegar al parque y tenía que hacerse con la cajita y el colgante de delfín.
Los edificios pasaron a su lado como almas en pena. No miró a nadie a los ojos ni nadie pudo mirarla a ella. En la oscuridad es fácil pasar desapercibido.
Se sentó en su banco preferido y encendió un cigarrillo. Mientras se lo fumaba, se aseguró de que no había ningún curioso merodeando por la zona. Luego, sus ojos escrutaron el punto exacto en el que se topó con el borde de la caja.
     Nada.
     Mizar se puso de rodillas y empezó a escarbar con las manos. Al poco, sus uñas chocaron con algo duro. Bingo. Con todas sus fuerzas siguió quitando arena hasta dejar al descubierto la caja metálica de la noche anterior. El corazón le latía con fuerza. 
Mizar abrió la cajita, pero en lugar de encontrar a su pequeño delfín encontró otra cosa. En el interior metálico había unos pendientes y una hojita plegada por la mitad. Mizar maldijo sus huesos. Pensó en volver a enterrar la caja, pero, ¿y si el papelito hacía alguna referencia a ella o al delfín? El riesgo era demasiado alto.
     De un gesto, agarró el contenido y se lo metió en el bolsillo. Después cerró la caja y la enterró de nuevo. Quienquiera que fuese se daría por enterada.
A paso ligero, casi corriendo, llegó a la compuerta de acero. Como siempre, Mizar alzó la muñeca para que el funcionario pudiera escanear el chip subcutáneo. Luego, avanzó por la suave pendiente del túnel hasta llegar a la plaza de distribución.
     El V29 la llevó hasta su casa con la habitual monotonía. Solo tenía ganas de darse una ducha, cenar y dormir.
     Mizar se desnudó y dejó que el agua hiciera su trabajo. Justo cuando se estaba secando oyó un ruido.
     Había alguien en el comedor.

Bajo un cielo artificialWhere stories live. Discover now