5. NOCHE. Un invitado muy especial

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Mizar miró a su alrededor. Analizó todos los objetos que tenía a mano, pero ninguno le valía para defenderse. Se puso el pijama lo más rápido que pudo, aunque eso no la hizo parecer menos vulnerable. Por instinto, cerró la luz. Al momento, se sintió un poco más protegida. Dio un paso hacia la puerta y la abrió. El pasillo estaba oscuro y vacío. Con sigilo avanzó unos pasos hasta que llegó al comedor. No veía nada, pero oía una respiración, estaba segura. Había alguien detrás del sofá.
     Mizar agarró el jarrón de cristal de la estantería. No era gran cosa; sin embargo, en caso de ataque, al menos eso le garantizaba que no iba a quedarse cruzada de brazos.
     ―La casa está equipada con sensores y cámaras inteligentes. Si me haces algo, saltará la alarma y vendrá la policía.
     La respiración, al otro lado del sofá, se aceleró.
     ―Es mejor que salgas y te vayas. Si no me tocas, todo puede quedar en nada.
     Y entonces, un llanto.
     Mizar dejó el jarrón encima de la mesa y se rascó la barbilla.
     ―Sal ―ordenó.
     ―¿Me vas a hacer daño, señor? ―sonó desde el otro lado del sofá.
     Primero apareció un pie, después la cadera, a continuación la parte superior del cuerpo, finalmente la otra pierna. Temblaba de los pies a la cabeza. Era la primera vez que Mizar lo veía de pie y sin la capucha de la sudadera. Se dio cuenta de que estaba muy delgado. Tenía la piel pálida, los ojos verdes y unos rebeldes mechones de pelo de color castaño.
     ―No. No voy a hacerte daño.
     Se quedaron mirando.
     ―¿Qué pasó? ―preguntó Mizar.
     Señor bajó la mirada al suelo y empezó a convulsionar. Mizar se le acercó y lo abrazó.
     ―Tranquilo. Aquí estás a salvo.
     Se sentaron en el sofá.
     ―¿Te apetece un vaso de leche caliente?
     Señor asintió.
     Mizar fue a la cocina, preparó la bebida y llenó un plato de galletas. Lo puso todo en una bandeja y la puso delante del sofá, encima de la mesita de madera.
     Señor se abalanzó a la leche y las galletas y no paró hasta que no quedó nada.
     ―Gracias, señor ―dijo con una sonrisa―. No comía desde hacía mucho, señor.
     ―Pensaba que os daban de comer.
     ―Si voy al centro, me roban la comida, señor. Y luego me obligan a ir a los baños y hacer cosas, señor. No me gusta hacer cosas.
     Mizar frunció el ceño.
     ―¿No hay vigilancia?
     ―Los vigilantes también me hacen cosas, señor. Los vigilantes son malos. Si chillo, me rompen los dientes. Tengo que vigilar, señor. Sin dientes no se puede comer. Y nunca tendré dinero para implantes.
     Mizar se fijó en la dentadura de Señor. Le faltaban varias piezas.
     ―No te preocupes ―dijo―. No vas a volver a ese centro.
     Señor empezó a llorar. Mizar le pasó una mano por el hombro.
     ―¿Qué te pasa?
     ―No puedo volver a la calle. Si me ven, me matarán.
     ―¿Quién te matará?
     ―Ellos.
     ―¿Quién son ellos?
     ―Oriones.
     Los músculos de la nuca de Mizar se volvieron de acero.
     ―¿Oriones?
     Señor asintió.
     ―Los Oriones no existen, son un cuento para niños.
     ―No, señor. Se equivoca. Sí que existen. Están ahí, en la oscuridad, esperando.
     Mizar apretujó el desnutrido cuerpo de Señor contra el suyo.
     ―No pienses en eso. ¿Qué te parece si te preparo unos huevos fritos con jamón? Creo que te has quedado con algo de hambre.
     Los ojos de Señor se desencajaron.
     Mizar fue a la cocina y puso la mesa para uno. Luego frio los huevos y pasó el jamón por la plancha. Sacó unas lonchas de pan del congelador y las puso en la tostadora. Señor la observaba en silencio mientras, de vez en cuando, se relamía.
     Cuando lo tuvo todo, lo puso en un plato y lo dejó delante del niño.
     ―¿Te importa si hago unas cosas mientras comes?
     Señor movió la cabeza de lado a lado: su consciencia ya estaba en la comida.
     Mizar salió al comedor. Le pasaban mil cosas por la cabeza. Lo más sensato sería llamar a la policía. Ella era funcionaria del estado. No podía acoger a nadie sospechoso en su casa. Y menos una persona en búsqueda. Y menos un menor. Pero ¿qué le pasaría si hacía esa llamada? Vendrían a buscarlo y no lo vería nunca más. Acabaría en prisión o en algún reformatorio. Seguramente, muerto. Eso con suerte. Eso, con suerte.
     ¿Cuál era la otra opción? Esconderlo en casa. Mientras no saliera, estría a salvo. Sí, pero, ¿por cuánto tiempo? Tarde o temprano tendría que salir. Podría esconderse en algún lugar, aunque, en algún momento, la policía lo encontraría. Seguro. Si lo torturaban, acabaría confesando. Un juez autorizaría el acceso a las gravaciones de casa. Allí lo encontrarían todo, cada minuto, cada segundo. Verían a Señor comiendo huevos con jamón en su cocina, oirían a Mizar diciéndole que se podía quedar en su casa. Primero perdería su trabajo. Luego, iría a la cárcel. Aunque saliera de allí sin haberse vuelto loca, nunca más podría rehacer su vida, ni encontrar un trabajo, ni un marido, ni nada. Tendría que vivir del subsidio del estado y dedicarse a dar su sangre tres veces por semana. Además, ya podía despedirse de sus óvulos. El estado se hace cargo de ti y tú contribuyes con lo único valioso que te queda. Eso con suerte. Con suerte.
     Mizar sintió un escalofrío.
     En la cocina se oyó un ruido de cristales rotos.
     Mizar entró corriendo. Señor trataba de recoger los cristales del suelo. Se había cortado la mano derecha.
     ―Lo siento, señor. El vaso me resbaló. La compensaré, señor. Puedo hacer lo que quiera o puede hacer lo que quiera conmigo, señor.
     ―Siéntate, no toques nada.
     Mizar fue a por el botiquín.
     Primero le limpió la herida, luego le puso una tirita de color rosa. Señor sonrió. Era la primera vez que le veía sonreír.
     ―¿Estaba bueno? ―dijo Mizar, señalando el plato vacío donde habían estado los huevos con jamón.
     ―Mmm, delicioso.
     ―¿Quieres algo más?
     ―No, señor.
     Soltó un largo bostezo.
     ―¿Estás cansado?
     ―Sí, señor. Hace dos ciclos que no duermo.
     ―Está bien, te prepararé la cama de invitados.
     Los ojos de Señor se iluminaron.
     ―¿En serio? ¿Voy a dormir en una cama?
     ―Por hoy. Mañana ya pensaremos qué hacer.
     ―De acuerdo, señor.
     ―Mientras lo preparo todo, te pegarás una ducha.
     ―Señor no se ducha.
     ―Si quieres quedarte, tendrás que hacerlo.
     Señor miró nerviosamente las palmas de sus manos.
     ―De acuerdo, señor.
     ―Te dejaré algo de ropa.
      El cuarto de invitados era pequeño, aunque Mizar se había esforzado para que fuera acogedor. El mobiliario era de plástico marrón y había un póster en la pared en el que se podía ver una fotografía de unos caballos pastando de noche. A un lado había un pequeño armario con toallas y, al lado de la cama, una mesita de noche con una lámpara de color rojo.
     Señor apareció como un gato mojado. El pelo se le había aclarado, los ojos le brillaban. 
     ―Agua caliente, señor. Agua caliente.
     Mizar asintió.
     ―¿Qué te parece la ropa?
     Era una camiseta vieja y unos shorts pasados de moda. Las dos prendas le venían infinitamente grandes.
     ―Bien, buena ropa.
     ―Ven, túmbate.
     Señor se metió debajo de las sábanas y volvió a sonreír. Luego lo inspeccionó todo.
     ―¿Cómo se enciende? ―preguntó Señor, señalando la lámpara―. No tiene botones.
     ―Con esto ―dijo Mizar apuntando con el índice a su cabeza.
     ―¿En serio?
     Mizar abrió la luz.
     ―¡Pero si es magia!
     ―Nada de eso. Todo el mundo puede. Es solo cuestión de entrenamiento.
     Mizar volvió a apagar la luz.
     ―Buenas noches.
     ―Buenas noches, señor.

Bajo un cielo artificialWhere stories live. Discover now