18. NOCHE. En los túneles

25 5 0
                                    

Salieron al exterior del edificio. La oscuridad era total, solo rota por los apliques que iluminaban los túneles desde el techo como una procesión de hormigas. Afuera, en la superficie de la tierra, el viejo sol alumbraba ya los edificios grises y metálicos; pero esa luz estaba reservada para los ciudadanos del primer turno; los del segundo debían conformarse con la claridad artificial e incompleta.
Echaron a andar. Señor iba delante; Mizar lo seguía con paso vacilante.
En medio de la calle, el niño se detuvo.
―¿Dónde has estado? ―le preguntó con su voz aguda.
Mizar se pasó una mano por su oscuro pelo.
―¿Qué quieres decir?
―¿Has salido alguna vez de noche?
La chica se mordió el labio. Ocasionalmente, había ido a tomar algo al Mix, nada más allá de eso.
―No mucho ―balbuceó―. He tomado una copa por ahí, pero siempre en sitios seguros.
―¿Conoces los túneles de la zona este?
Mizar levantó una ceja.
―¿Los Sectores Sombra?
―Sí.
―He oído hablar de ellos; pero, no, no los conozco.
―Vamos ―dijo Señor, poniéndose en marcha.
―¿No quedan un poco lejos?
―No te preocupes, yo sé cómo ir.
―¿Y la policía?
El niño la miró con cara seria. A Mizar le pareció mayor, como si su edad se hubiese doblado por arte de magia.
―No es ilegal darse una vuelta por los túneles, eso ya lo sabes, ¿verdad? Siempre que no salgas al exterior.
Mizar asintió.
―Siempre que no salgas al exterior ―repitió―. Es solo que...
―Si no te metes en problemas, no tienes problemas. ¿Comprendes, Señor?
―Sí, pero te recuerdo que te están buscando, eres un fugitivo.
El niño sonrió. La luz de su sonrisa era una mezcla de inocencia y picardía.
―Ya, bueno, pero primero tendrán que encontrarme. Y yo soy el rey de los túneles.
Mizar decidió no hacer más preguntas. Caminaron por el túnel 1044 hasta que se bifurcó en el 1045 y el 1046. El niño tomó el túnel de la derecha. Un viejo cartel anunciaba que, a partir de ahí, ya no llegaba ningún tipo de transporte público. El agujero se limitaba a un carril central y dos estrechas aceras a derecha e izquierda. Por en medio circulaban algunos vehículos eléctricos que debían tener por lo menos cien años. Parecía imposible que todavía pudieran andar. A derecha e izquierda, se iban desplegando puertas mugrientas y desvencijadas. Mizar se imaginó el interior de esas viviendas y sintió un escalofrío.
A medida que avanzaban, la degradación era cada vez más evidente. Al cabo de unos minutos, llegaron a un espacio circular del que salían cinco nuevos túneles. Mizar nunca había estado ahí.
En un lado, había tres tipos apoyados en una especie de carricoches de color negro mate.
―Vamos ―dijo el niño, tirando de la manga de Mizar.
Cuando llegaron a la altura de los carricoches, uno de los conductores se pegó un manotazo en la frente.
―Señor ―dijo―, ¿cómo estás?
―Bien ―respondió el niño―. Te presento a mi nueva amiga, Mizar.
El tipo la observó de pies a cabeza. Su cara se tornó en un gesto de desconfianza.
―Me ha estado protegiendo ―aclaró el niño―. He pasado la noche en su casa.
El tipo la observó durante unos segundos más.
―Vantablack ―dijo finalmente mientras le extendía una gruesa mano.
―¿Vantablack?
―Vantablack puede llevarte a donde quieras ―aclaró el niño―. Es más negro que la materia negra, es casi indetectable, se mueve como un cocodrilo en el agua.
―Ese soy yo ―dijo Vantablack, guiñando un ojo.
―Ya ―murmuró Mizar para sí.
―¿A dónde vamos? ―preguntó el taxista.
Mizar y Señor se miraron.
―A los Sectores Sombra ―respondió el niño.
Vantablack entornó los ojos.
―¿Y eso? ¿No tenéis valor por la vida?
―Tiene que ver una cosa ―dijo Señor, señalando a Mizar.
Esta se encogió de hombros.
―Muy bien ―dijo Vantablack―. ¿Lleváis dinero?
―Sí.
―Pues adelante.
Vantablack hizo un gesto con la mano, indicando a Mizar y al niño que entraran en el carruaje.
Mizar metió la cabeza y echó un vistazo. El interior también era negro, sin ninguna concesión. De hecho, si no fuera por un mugriento cojín que trataba de disimular el frío metálico del asiento, sería igual a una lata de sardinas. Pero daba igual, la suerte estaba echada.
Se acomodaron como pudieron.
Vantablack se sentó en la parte delantera y accionó el pedal del acelerador. El vehículo se puso en marcha sin hacer ruido. Mizar echó un vistazo al tablero que quedaba por detrás del volante. Un sinfín de luces y números indicaban que el vehículo era mucho más sofisticado de lo que ella había pensado en un principio.
Vantablack empezó a tocar los botones de la pantalla y la velocidad del vehículo empezó a aumentar; también la vibración del habitáculo.
―¿Es seguro? ―preguntó Mizar. No le daba ninguna seguridad que la conducción fuera manual.
Vantablack se giró y soltó una risotada.
―Más que seguro, es inalcanzable. Pero no se preocupe, en un segundo paso a modo automático.
El tipo apretó el pedal del acelerador y soltó el volante. Sus espaldas se pegaron contra la chapa metálica. El vehículo comenzó a sortear los obstáculos a una velocidad increíble. El volante se movía solo; estaba claro que, en ese pedazo de chatarra, los sensores funcionaban.
Vantablack volvió a girar la cabeza.
―¿Estáis seguros de que queréis ir a los Sectores Sombra?
―No ―dijo Mizar.
―Sí ―dijo el niño.
El taxista volvió a soltar una risotada.
―Ya sabéis que los Oriones que todavía no han encontrado una carcasa suelen refugiarse por ahí. ¿De verdad queréis arriesgaros? ¿Qué pensáis que podéis encontrar?
Los ojos de Mizar brillaron.
―Una prueba. Necesito una prueba.
―¿Una prueba de qué?
―Piensa que los Oriones no existen ―dijo Señor.
―¿En serio?
La tomaban por loca. A ella que trabajaba en el ministerio de defensa y había visto cosas que la mayoría de los ciudadanos no creería.
―Limítese a conducir ―murmuró.
―Como quiera ―dijo Vantablack, girando la cabeza otra vez hacia delante.
Mizar miró a través de la ventanilla. El túnel por el que iban había comenzado a descender. Unas gruesas gotas de sudor empezaron a caerle por las sienes. Mizar se abanicó con la mano. Afuera, la degradación se había intensificado: las paredes estaban desgastadas y marcadas; los números de los túneles eran confusos, algunos faltan o estaban dañados; había pocas luces, y muchas no funcionaban bien; eso provocaba que hubiera tramos en completa oscuridad. Sería muy fácil extraviarse en un sitio así.

Continuaron durante unos quince minutos más y luego se pararon en una rotonda de distribución.
El aire olía a humedad y metal oxidado, y no había ni rastro de ningún ser humano.
Vantablack se giró.

―Yo me quedo aquí. No quiero arriesgarme.
―Muy bien ―dijo Mizar, bajando del vehículo―. Vamos a resolver este misterio de una vez por todas.
Una vaharada de calor lo golpeó la cara.
―Vigilad ―dijo Vantablack―, si os pasa algo, no estáis en el tipo de lugar en el que podéis llamar a la policía.
―Espéranos ―dijo Señor―. Ella te pagará bien.
―¿Y si no volvéis?
Mizar lo miró a los ojos.
―Volveremos.
El taxista del submundo hizo un gesto aprobatorio con la cabeza.
―Es probable. Señor siempre sale vivo de todas.
Echaron a andar. De la rotonda salían dos túneles. El niño tomó el de la derecha. Quizás porque al fondo, se veía un lucecita.
―¿Qué es eso? ―preguntó Mizar.
―La cantina de Gant Orlok. El último sitio habitado. Más allá ya no hay nada.
Un escalofrío recorrió la espalda de Mizar.
―¿Debemos ir allí?
Señor asintió.
―Necesitamos una cosa antes de seguir.
―De acuerdo.
Caminaron hasta la puerta. Era de cristal tintado, así que no se podía ver qué había en el interior.
Mizar miró al niño.
―¿Has estado alguna vez? ―le preguntó.
―No.
―¿Pueden entrar niños?
―Ni idea.
―Genial.
Mizar empujó la puerta y penetraron en el interior de la cantina. Las luces tenues y parpadeantes, eran apenas suficientes para iluminar las caras endurecidas y desconfiadas de los que allí bebían. El aire estaba cargado de humo y el olor a alcohol barato lo impregnaba todo.
Al fondo, detrás de una desvencijada barra, un hombre con la nariz de patata, el pelo rizado, escaso, y un gran barrigón, secaba vasos con parsimonia.
―Gant Orlok ―murmuró Señor, señalando con el dedo.

Bajo un cielo artificialTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon