7. NOCHE. Dos soles de mentira

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Mizar dobló la nota y la dejó encima de la mesa. Con una mano, cogió los pendientes en forma de sol. Eran dorados y redondos; dos diminutos discos ramificados en rayos puntiagudos en la parte exterior que le recordaron a un par de pequeñas estrellas ninja.
     A pesar de no haberlo visto nunca, Mizar sabía cómo era el sol o, al menos, como se lo representaba. De pequeña, ella y sus amigas solían dibujarlo a escondidas. Nadie se acordaba de quién había sido la primera en coger un lápiz y hacer el primer trazo. De algún modo, la forma iba pasando de generación en generación como si se tratara de un conocimiento ancestral. Parece ser que las tortugas que nacen en el caribe, lo primero que hacen, sin que nadie les haya enseñado nada, es ir corriendo en dirección a un océano gigantesco y gris, y zambullirse. Con los oscuros sucedía algo parecido. En su ADN había algo escrito que los acercaba al sol, que los hacía reconocerlo y buscarlo como si fuera el principio y el final de la vida.
     Mizar se preguntó cómo debía ser la experiencia de ver la estrella cara a cara. Sabía que no era posible mirarla directamente, excepto al amanecer o al atardecer, y aun durante un tiempo limitado; pero también había oído que su presencia lo impregnaba todo, como un led gigante e infinito. También le había llegado que la sensación del sol en la piel es una de las experiencias por las que vale la pena vivir. Quizás por eso la tasa de suicidios entre los oscuros era tan elevada; aunque, según el gobierno, había bajado un dos por ciento el último año.
     A pesar de que no era razonable, de que, a todas luces, no era nada inteligente, Mizar se puso los pendientes y se miró en la superficie brillante del espejo plegable que llevaba en el bolso. Primero un lado, luego el otro. No pudo evitar sonreír. Se vio preciosa. Ya no tenía el delfín, pero había ganado al sol. En realidad, dos soles que podían hacerle compañía cuando lo necesitara. Dos amuletos diminutos.
     Inmediatamente se los quitó. ¿En qué estaba pensado? ¿Se había vuelto loca? Nunca podría salir a la calle con ellos. Jamás podría enseñárselos a nadie. Ahora mismo, esos pendientes ya habían sido captados por las cámaras de seguridad internas y esperaban dormidos en la memoria sólida de la casa. De momento no había peligro. De momento. Mientras no hubiera una investigación. Se los volvió a poner; ¿qué más daba? El mal ya estaba hecho. Al menos, durante un rato, podría disfrutar. Se pasó la mano por su corto pelo y movió la cabeza de lado a lado. Los soles, como si tuvieran vida propia, iniciaron una danza hipnótica y Mizar se dejó llevar...
     La cuestión importante era qué hacer a continuación. Había dejado la caja vacía enterrada en el parque. Eso era un mensaje claro: no me molestes, no quiero saber más de ti. Pero a la vez había cogido el contenido de su interior. Un contenido personal y altamente incendiario. Tenía que decidir qué hacer: si continuar con esa historia o matarla.
     ¿Qué podía ganar, que podía perder?
     Mizar se pellizcó el labio inferior.
     Alcor... Lo dijo en voz alta. No era mucho, pero ya sabía su nombre. Y que se trataba de una chica. Su madre también se llamaba así. Era un nombre al que le tenía cariño. Alcor. Pero ¿quién se escondía en realidad detrás de ese puñado de letras? ¿Era una persona real? ¿Un fantasma? Y, si era de carne y huesos, ¿qué buscaba con todo eso?
     No. No podía continuar fantaseando con la idea de contactar con una luz. ¿Se había vuelto loca? ¡Era la imprudencia más grande que se le había pasado nunca por la cabeza!
     Además, también estaba el problema de Señor. Además. Ahora dormía como un lirón en el cuarto de invitados, pero mañana sería un contratiempo. Un serio inconveniente. Un niño desaparecido, buscado por la policía y envuelto en un expediente con sangre. La cosa no pintaba demasiado bien. La realidad, a veces, podía desintegrarse en un conjunto de problemas.
     Mizar miró su reloj de pulsera. Era tardísimo.
     Mañana ya vería, ahora no tenía ningún sentido darle más vueltas en la cabeza.
     Puso las dos cartas, la fotografía y los pendientes en el primer cajón de la cómoda de su habitación.
     Después, fue a la cocina. Los cristales del vaso roto aún seguían en el suelo. Mizar los barrió. Luego metió los utensilios que Señor había usado para cenar en el lavavajillas.
     Valoró la opción de comer algo; pero, se le había pasado el hambre. A pesar de eso, irse a la cama con el estómago vacío tampoco le pareció una buena idea. Así que abrió la nevera y sacó un yogur de coco. Obviamente, no contenía nada de coco; aun así, el aroma y el gusto estaban muy bien conseguidos. Y no dejaba de ser yogur; o sea, que debía ser algo sano. Se lo comió poco a poco, degustando cada cucharada.
     Cuando terminó, puso la cucharilla en el lavaplatos y tiró el envase a la trituradora.
     Se lavó los dientes, se puso el pijama, se tomó la pastilla y se metió en la cama.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora