3. NOCHE. Sol

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Mizar alzó una ceja. En circunstancias normales nunca consideraría una demanda como aquella. Señor era un paria, un sin techo, y ella una persona triunfadora, una trabajadora del estado. Sus existencias debían repelerse de modo natural, como dos imanes puestos del revés. Pero esa noche todo parecía haberse girado. Así que Mizar se encontró rascándose la frente y pensando en sí, por una vez, podía dejar que Señor no pasara la noche al raso. Aunque el interior de los túneles no era frío, a veces unas potentes corrientes de aire helado lo inundaban todo, y creaban una atmósfera de polvo casi irrespirable. Mizar soltó una sonrisa. ¿Por qué llamaría a todo el mundo «señor»?
     ―Señor puede contarle secretos. Señor vive en los túneles y sabe muchas cosas.
Un escalofrío recorrió la espinada de Mizar. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo de la sudadera y tocó la fotografía y la carta. Si alguien la descubría con eso en el bolsillo estaba muerta.
     ―Lo siento ―dijo en un tono metálico. No puedo.
     Señor bajo la mirada, que fue a estrellarse contra sus animalitos de alambre.
     ―Oh ―murmuró―, no pasa nada. Gracias por esto ―añadió, levantando en el aire la barrita energética.
     Mizar dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia la puerta de su casa. Sintió un leve sentido de culpabilidad, aunque sabía cuáles eran las recomendaciones para situaciones como esa. Encendería el televisor nada más llegar a casa. Su programa favorito debía haber empezado ya. La hora de Manantial. Manantial era el mejor cómico de la década, de eso no había ninguna duda. Podía levantarle el ánimo a cualquiera. Mizar todavía recuerda cómo, cuándo murió su madre, Manantial fue capaz de hacerla sonreír. De hacerla olvidar. Eso y las pastillas que le prescribió el doctor de la Seguridad Social. «El Estado se ocupa de nosotros», pensó Mizar. Y ese pensamiento la reconfortó, ya que era consciente de que no siempre había sido así.
     El dispositivo de reconocimiento facial soltó un bip. Después puso su dedo índice en el lector de huellas dactilares. La puerta se abrió con un clack. Le gustaba porque era redonda como en el cuento de El Hobbit que su madre le leía cuando era pequeña. Entonces se imaginaba que ella también tenía los pies peludos y que algún día un mago con la barba gris se la llevaría a vivir aventuras.
     Mientras se quitaba las deportivas, fantaseó sobre qué debía haber pasado con todas esas novelas. Desde que habían desaparecido las librerías y bibliotecas no era fácil encontrarlas. Tampoco es que las horas del día dieran para más. La situación era la que era y una debía hacerse cargo. La humanidad había hecho muchas tonterías y ahora los supervivientes estaban pagando un precio quizás demasiado alto: el precio de la supervivencia.
     Con una orden de su cerebro, Mizar encendió el televisor a la primera. Era una muestra de su habilidad con la telequinesis. No era raro. Al fin y al cabo, se pasaba 10 horas al día pilotando un dron con su mente. Para ella, lo que pasaba dentro de su cabeza podía extenderse de forma completamente natural al mundo real. De hecho, no veía ninguna diferencia entre el mundo interior y el mundo exterior.
     En la pantalla, Manantial iniciaba el monólogo con el que comenzaba cada noche su programa. Mientras soltaba la primera carcajada, Mizar abrió el microondas e introdujo la cena. Al cabo de cincuenta y nueve segundos exactos, el aparato hizo sonar la campanilla. Mizar se llenó un vaso de agua, agarró un tenedor y se sentó en el sofá, dispuesta a pasar un buen rato. Pero algo interrumpió su plan perfecto. Por el borde del bolsillo de la sudadera asomaba la fotografía que se encontró en el parque. Mizar pensó en apagar la tele y esta se apagó. Pegó un trago del vaso de agua y, con la punta de los dedos, estiró la carta. Sus ojos se posaron en la última línea:

«Si tienes ganas de saber algo más de mí, quizás puedas enterrar de nuevo la caja con un mensaje».

Mizar se mordió el labio inferior. ¿Por qué diablos había dejado el colgante dentro de la caja? Eso había sido una estupidez. ¿Y si lo encontraba la policía? Tenía que ir al día siguiente y recuperarlo. Sí, eso es lo que haría, quizás todavía estaba a tiempo de solucionar el error.
Mizar se terminó la cena con apatía. Después, se levantó, abrió uno de los cajones de la cómoda verde y cogió una pastilla para dormir del bote gris. Ahora que había tomado una decisión se sentía más tranquila. En las clases de educación emocional ya se lo habían dicho. A veces la tentación cruza por delante de nosotras. Incluso puede que lleguemos a rozarla con la punta de los dedos. Pero lo más importante es darse cuenta a tiempo y no aceptar su invitación. Siempre que la rechacemos, estaremos a salvo. Aunque nos parezca que sea demasiado tarde.
     A los pocos minutos, las pastillas empezaron a hacer su tarea.
     Mizar puso un cojín en el borde del sofá y se estiró. Allí seguía la carta, encima de la mesa.
     Mizar deslizó su mano hacia el interior de bolsillo y saco la fotografía.
     Mañana lo quemaría todo.
     Antes de dejar la foto al lado de la carta, la desdobló. Mientras los químicos empezaban a desactivar sus sinapsis cerebrales, la imagen impresa proyectó un haz de luz que se coló a través de los iris de sus ojos e impactó en sus retinas. Luego, convertida en impulsos eléctricos, viajó por sus nervios ópticos hacia el cerebro. Este la descodificó. Era una imagen prohibida para las sombras: un edificio gris con una luz brillante, potentísima, saliendo por detrás. «Eso debe ser el sol», pensó.
     Una lágrima se deslizó por su mejilla.
     Luego, asustada, cerró los ojos; pero la imagen permaneció en su córtex, hurgando entre los recuerdos no vividos.
     Cuando reunió la fuerza suficiente, Mizar se levantó y, a duras penas, logró arrastrarse hasta la cama.
     Justo cuando empezaba a dormirse, oyó un grito desgarrador que provenía del túnel.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora