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—Hasta huele como una Siempre.
—Las hadas se la llevarán pronto —dijo una voz del otro lado de la habitación.
Sophie torció la cabeza y vio a una muchacha albina de pelo blanquísimo, piel pálida y
párpados caídos que daba de comer estofado de un caldero a tres ratas blancas.
—Una lástima, ya que podríamos degollarla y colgarla en el vestíbulo como un adorno. —¡Qué descortés! —exclamó una tercera. Sophie se dio vuelta y observó a una
muchacha sonriente de pelo marrón sentada en la cama, gorda como un globo de aire caliente, con un helado de chocolate en cada mano rolliza—. Además, es contra el reglamento matar a otros alumnos.
—¿Y si solo la mutilamos un poco? —sugirió la albina.
—Yo creo que es encantadora —opinó la chica rolliza mientras mordía el helado—. No todos los villanos tienen que oler feo y parecer deprimidos.
—Ella no es una villana —dijeron al unísono la albina y la chica tatuada.
Mientras se deshacía de las cuerdas, Sophie giró el cuello y por primera vez pudo ver toda la habitación. Quizá, en algún tiempo, había sido un cuarto bonito y acogedor, antes de que alguien lo incendiara. Las paredes de ladrillo se habían consumido hasta rescoldos; había marcas de quemaduras negras y marrones en el cielorraso, y el piso estaba enterrado bajo una capa de cenizas. Hasta los muebles parecían tostados. Pero por más que buscó, Sophie se dio cuenta de que había un problema peor en la habitación.
—¿Dónde está el espejo? —preguntó, angustiada.
—Déjame adivinar —gruñó la chica tatuada—. Es Bella, Ariel o Anastasia.
—Más bien parece la Princesa prometida o el Hada de azúcar —acotó la albina.
—O Clarabella, o Caperucita o Winnie Pooh.
—Me llamo Sophie. —Sophie se puso de pie en medio de una nube de hollín—. No soy
una «villana», ni soy una «cosa», y sí, es evidente que este no es mi lugar, así que...
La albina y la chica tatuada se desternillaron de risa.
—¡Sophie! —graznó la segunda— ¡Es peor de lo que me imaginaba!
—Cualquier cosa que se llame Sophie no puede estar aquí —resolló la albina—. Tiene
que estar en una jaula.
—Mi lugar está en la otra torre —replicó Sophie, tratando de ignorar sus ironías— y
por eso debo ver al Director.
—Debo ver al Director —repitió la albina para hacerle burla—. ¿Y por qué no te tiras por la ventana para ver si el Director va en tu rescate?
—¿Acaso no tienen modales? —señaló la muchacha rolliza con la boca llena—. Me
llamo Dot. Ella es Hester —dijo mientras señalaba a la chica tatuada—. Y este primor —indicó, señalando a la albina— es Anadil. —Esta escupió en el suelo.
—Bienvenida a la habitación 66 —saludó Dot, y con un sacudón quitó las migas de la cama vacía.
Sophie se estremeció al ver las sábanas comidas por las polillas, con manchas inquietantes.
—Agradezco el recibimiento, pero de verdad tengo que marcharme —manifestó, mientras retrocedía hacia la puerta—. ¿Podrían indicarme cómo llegar a la oficina del Director?
—Los príncipes deben quedarse encantados cuando te ven —indicó Dot—. La mayoría de las villanas no parecen princesas.
—Ella no es una villana —replicaron Anadil y Hester a coro.
—¿Debo concertar una cita para verlo? —insistió Sophie—. ¿Le envío una nota, o...? —Podrías ir volando, supongo —sugirió Dot, mientras sacaba dos huevos de chocolate
de su bolsillo—. Pero los estínfalos podrían devorarte.
—¿Los estínfalos? —inquirió Sophie.
—Los pájaros que nos dejaron aquí, encanto —farfulló Dot mientras masticaba—.
Tendrías que evitarlos, y ellos odian a los villanos.
—¡Por última vez —exclamó Sophie— no soy una villana!
En ese momento se oyeron ruidos en la escalera. Un dulce tintineo, tan primoroso, tan
delicado que solo podían ser...
¡Hadas! ¡Venían a buscarla!
Sophie reprimió un grito. No se atrevía a decirles a las chicas que su rescate era
inminente (quién sabe si no era cierto que querían hacer de ella un adorno para el pasillo). Se apoyó contra la puerta y oyó que el tintineo se acercaba.
—No sé cómo la gente puede pensar que las princesas son bonitas —opinó Hester, mientras se tocaba una verruga del pie. —¡Tienen la nariz tan pequeña! Parecen botoncitos que dan ganas de arrancar.
¡Hay hadas en nuestro piso! Sophie tenía ganas de saltar de felicidad. ¡En cuanto llegara al castillo del Bien, se daría el baño más largo de su vida!
—¡Y su cabello es siempre tan largo! —apuntó Anadil, mientras hacía oscilar un ratón muerto para el postre de las ratas—. Me dan ganas de arrancárselo todo.

La escuela del bien y el malOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz