Capítulo 25

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Del otro lado del foso, Agatha había estado a punto de matar a un hada. Se había despertado debajo de unos lirios rojos y amarillos que parecían haber entablado una alegre conversación.

Agatha estaba segura de que estaban hablando de ella, porque los lirios hacían gestos bruscos en su dirección, utilizando sus hojas y capullos. Pero luego el asunto pareció resolverse: las flores se encorvaron como abuelas quisquillosas y sujetaron a

Agatha de las muñecas con sus tallos. De un tirón la hicieron poner de pie, y Agatha vio una multitud de muchachas, hermosas y resplandecientes, alrededor de un lago reluciente.

Agatha no podía creer lo que veía: las niñas brotaban de la tierra ante sus propios ojos. Primero surgían las cabezas de la tierra blanda, luego los cuellos, después los torsos, y seguían subiendo y subiendo hasta que extendían los brazos.

hacia el límpido cielo azul y se calzaban delicados zapatos en el suelo. Pero no fue el cultivo de niñas lo que más asombró a Agatha, sino el hecho de que no se parecían a ella en nada.

Sus rostros, algunos de tez blanca, otros de tez oscura, eran perfectos y rebosaban de salud. Tenían cascadas de cabello brillante, planchado y rizado como el de las muñecas, y usaban vestidos sedosos color durazno, amarillo y blanco, como una tanda de huevos de Pascua recién hechos.

Algunas eran más bien bajas, otras, altas y esbeltas, pero todas alardeaban de cinturas finas, piernas delgadas y hombros menudos. Mientras el campo florecía con nuevas alumnas, cada una de ellas era recibida por un equipo de tres hadas de alas brillantes. En medio de tintineos y repiqueteos, desempolvaban a las niñas, les servían tazas de té de tilo y se ocupaban de sus baúles, que habían brotado del suelo como sus dueñas.

Agatha no tenía la menor idea de dónde salían estas bellezas. Lo único que quería era encontrar a alguna que fuera huraña o estuviera despeinada para pincharla y no sentirse tan fuera de lugar. Pero no, era un desfile interminable de niñas hermosas como Sophie, con todo lo que Agatha no tenía.

Se le retorció el estómago por la vergüenza que le resultaba tan familiar. Necesitaba un agujero donde enterrarse, una tumba en la que esconderse, algo para no ver a todas esas chicas... En ese momento un hada la mordió.

—¡Qué diablos...!

Agatha trató de sacudirse el insecto tintineante de la mano, pero este salió volando y la mordió en el cuello y luego en la nalga. Otras hadas intentaron dominarla mientras Agatha daba alaridos, pero la bribona también las mordió y volvió a atacarla.

Furiosa, trató de atrapar al hada, que se movía con la rapidez de un rayo, y saltó de un lado a otro inútilmente mientras el hada la mordía una y otra vez, hasta que, por error, entró volando en la boca de Agatha y esta se la tragó.

Agatha suspiró de alivio y levantó la mirada. Una multitud de niñas hermosas la miraban boquiabiertas, como si un gato hubiese atacado el nido de un ruiseñor. Agatha sintió un pellizco en la garganta y tosió el hada. Ante su sorpresa, vio que el hada era varón.

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