Capítulo 31

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Uno de los recuerdos más emocionantes y surrealistas que tengo es del día que Diego decidió hacerse ese tatuaje. Una flor femenina sujetando un girasol grande y sano.

Era jueves y no había visto a Diego desde el viernes pasado ya que tenía que estudiar demasiado y hacer un montón de trabajos. Estaba en el último año de carrera y, además, se empezaban a acercar los exámenes finales, pero Diego me convenció para que quedásemos a cenar. Me resultaba casi imposible decirle que no a algo.

Reservé en un restaurante italiano, elegante pero bastante barato, pues no es que tuviese demasiado dinero por aquél entonces. Me puse guapa, muy guapa. Dejé mi pelo suelto, me pinté los labios de rojo y me vestí con un mono ajustado en la parte de arriba y con las patas anchas que me estilizaba bastante. Me atreví a ponerme tacones, aunque no era ninguna experta caminando con ellos. Además, estrené un perfume nuevo (y ese sí bastante caro) que me regalaron mis padres para darme ánimos con mis estudios.

Diego llegó treinta minutos tarde y la vergüenza que sentí durante todo ese rato cada vez que el camarero me preguntó si quería pedir y que quitase los cubiertos que estaban preparados para mi supuesto acompañante no se lo perdonaré nunca.

Finalmente, llegó corriendo y, a su paso hasta llegar a la mesa, tiró una copa de una mesa y se tropezó con sus propios pies, consiguiendo que todo el mundo lo mirase.

—Lo siento, lo siento, lo siento.

—Más te vale tener una buena excusa para haberme dejado aquí tirada durante media hora.

—La tengo. —Se sentó respirando rápido.

—Estoy deseando escucharla. —Me crucé de brazos

—Primero cenamos.

—No. Primero me la dices.

—¿Qué quieres pedir? —preguntó mientras miraba la carta.

—Me largo —dije poniéndome de pie.

—Lo siento, en serio, pero espera a que cenemos. —Me sujetó suave del brazo.

—Es que eres un gilipollas.

—Lo sé.

—Estoy enfadada. —Me senté haciendo un puchero bastante ridículo.

—No esperaba menos. —Sonrió de lado.

Estaba cabreadísima porque, al menos, podía haberme llamado para avisarme que iba a retrasarse, pero al final cedí y decidí quedarme.

Pedimos unos raviolis rellenos de carne con una salsa de nata y espárragos y, de segundo, pollo salteado con tomate cherri para compartir. La cena pasó rápida entre anécdotas y quejas sobre los días que no pudimos vernos y, por fin, en cuanto me llevé el último bocado a la boca, Diego comenzó a hablar.

—Tengo una sorpresa. Que es la misma razón por la que he llegado tarde.

—Vale.

—Probablemente pienses que me he vuelto loco o algo por el estilo, pero lo he hecho porque me ha salido de los huevos, así que abstente de decir alguna estupidez.

—Me estás poniendo nerviosa.

—Y no te cabrees.

—No puede ser nada bueno si crees que me voy a enfadar.

—Es bueno, es bueno... creo. Solo no me des por culo, soy mayorcito para decidir lo que hago.

—Suéltalo.

—No me pidas su significado porque aún no pienso decírtelo. No me insultes, ni me grites, ni me digas que es una locura. No me preguntes cosas cómo que qué pasa si la cosa sale mal, ni me digas que al final me arrepentiré. Tú solo dime si te parece feo o bonito.

Una parte de míWhere stories live. Discover now