Prólogo - Abril

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Mi respiración estaba acelerada. Me pegué a su cuerpo de una manera casi enfermiza, como si llevase necesitando esto toda mi vida. Como si lo necesitara desesperadamente para respirar.

Para seguir viviendo sin volverme loca.

Para sentir.

La puerta se cerró con un fuerte golpe cuando entramos en la habitación. Nuestra habitación. Susurros. Palabras. Jadeos. Suspiros. Tenía los nervios a flor de piel.

Tropezamos el uno con el otro y chocamos con los muebles a nuestro paso, pero no me importó. Deslicé las manos por su abdomen, subí su camiseta, y me deshice de ella tirándola a un lado. Besé su boca, su cuello y su pecho. Acaricié su nuca con menos cariño del que esperaba y cerré los ojos con fuerza. Sus labios se movían con los míos de forma apresurada, pero no parecían encajar bien. Sus manos estaban por todo mi cuerpo. Tenía la piel de gallina.

Emoción. Estaba total y absolutamente emocionada. No pensaba en nada. Lo besé cada vez con más ganas, como si no fuese suficiente; como si no estuviésemos todo lo cerca el uno del otro de lo que podíamos. Oía su respiración entrecortada, escuchaba palabras lejanas a las que no hice caso. Me separé y cogí aire. Abrí los ojos.

Culpa. La culpa me invadió. Observé su torso desnudo, su piel blanca y limpia. La serpiente no estaba donde tenía que estar. Ni el corazón. Ni la calavera. No veía, por más que buscaba, la mano sujetando el girasol. Ni los 57 tatuajes restantes. No tenía ese lunar detrás de la oreja ni tenía ninguna uña con restos de esmalte. Su pelo no brillaba bajo la luz del dormitorio y no tenía los ojos grises. No me miraba de esa forma. No me sonreía de esa forma. Ni siquiera olía de esa forma.

Estrelló sus labios contra los míos y volví a perderme en la sensación de euforia que me dominaba. Rozó mi espalda de una manera desconocida. Me acarició como hacía mucho que no me tocaban.

Sin cariño.

Tenía las manos frías, igual que yo. Era raro.

Desabrochó mi sujetador y me besó el cuello. Yo luché con su cinturón con urgencia. En la habitación solo se escuchaban susurros y respiraciones aceleradas. Nos giramos sobre nosotros mismos, a ciegas. Chocamos el uno con el otro. Nos arañamos. Susurró mi nombre.

Suena diferente si sale de su boca.

Abrí los ojos de nuevo y se me heló la sangre.

Una silueta alta y delgada estaba en el marco de la puerta. Mierda. Dejó caer al suelo, de manera inconsciente, una caja de pizza y unas cervezas, manchando el parqué. Mierda. Me miró como nunca antes me había mirado y sus puños se apretaron a los costados con fuerza. Mierda. No dijo nada. No respiraba; no se movió. Me miró fijamente y, tras unos segundos, se dio la vuelta y se alejó.

Mierda. Mierda. Mierda.

Me puse rápido una camiseta y salí corriendo tras él. No veía nada. La casa estaba a oscuras y tenía los ojos llenos de lágrimas. Corrí escaleras abajo. Me tropecé, me clavé cosas en los pies descalzos, me golpeé. Aun así, no me detuve. Grité su nombre. Grité su nombre sin parar. La garganta se me desgarraba, sin embargo, él no se frenó. Siguió caminando con grandes zancadas. No se giró. No me miró.

Ni siquiera fue capaz de mirarme cuando se frenó justo antes de abrir la puerta que daba a la calle. Me temblaba el cuerpo. Me rilaba el labio inferior y, por un momento, solo se oían mis sollozos. No me chilló y yo estaba asustada. Giró su rostro ensombrecido por encima del hombro y clavó sus ojos brevemente en los míos, sin mover los pies ni quitar la mano del pomo.

—¿Cómo has podido? —Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

—Diego... —gimoteé.

Intenté con todas mis fuerzas darle una explicación, pero no logré decir nada. Busqué una excusa en lo más profundo de mi ser. Busqué otro culpable. Algo. Cualquier cosa que pudiese hacer que me perdonara. Que pudiese hacer que no volviera a mirarme de la misma forma en que lo estaba haciendo en esos momentos.

Abrí la boca y la cerré de nuevo. Supliqué en silencio. Busqué las palabras adecuadas. Quise pedirle disculpas. Decirle que lo sentía. Que le quería.

No lo conseguí.

—¿Cómo has podido? —Esa vez su tono fue mucho más fuerte. Su voz estaba más grave que de costumbre y pude notar como, en la siguiente frase, su voz se rompió—. Íbamos a casarnos.

Íbamos.

Salió sin decir nada más. Con sus pasos grandes y decididos. Con sus hombros tensos y espalda ancha. Se fue. Dejándome allí, entre gritos, lágrimas y súplicas vacías. Con la horrible certeza de que acababa de destrozar lo único bueno que tenía.

Acababa de quedarme completamente sola.

Acababa de irse, sin mirar atrás, el amor de mi vida.

Y no podía culparlo, porque me lo merecía.

Una parte de míWhere stories live. Discover now