Capítulo 21

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Nunca me ha importado pasar el día frente a las pantallas del ordenador o del móvil trabajando. De alguna forma extraña encontraba relajante prepararme un café, colocarme mis gafas de pasta rosas y redactar miles de mails, los cuales rara vez recibían la respuesta deseada. En el trabajo siempre he tenido mucha paciencia, y, aunque más de la mitad de las llamadas que realizaba lograban agotármela poco a poco, nunca había perdido los papeles. Ni con Roberto, ni con Víctor, ni con clientes, ni con otros compañeros. Ni siquiera con Lucía. Sin embargo, ese día me resultó el triple de difícil mantener el tono de voz bajo, no soltar palabrotas y no mandar a nadie a la mierda, pero creo que logré hacerlo.

—No escribas a Arturo, Marta. El jefe dice que el cliente debe ser el último en enterarse de todo este lío...

—Pues yo opino que debe ser el primero. Son sus cuadros, por si se os ha olvidado.

—Pero lo que tú pienses da igual.

—Vete a la mierda, Víctor.

Vaya, igual no me había contenido lo suficiente.

El quinto café de la tarde se estaba enfriando sobre el césped húmedo. Había caído una tormenta de verano de las fuertes, de las que te calan hasta los huesos, dejan un ambiente frío y ligero, despiertan el canto de los pájaros y levantan uno de los olores más agradables que existen.

Inhalé con fuerza y cerré los ojos.

Me acordé de mi padre, la persona más contradictoria que conozco. Siempre me repite que le gustan los días de verano nublados y lluviosos y los días de invierno que tienen un sol abrasador en lo alto del cielo. Por su culpa a mí me sucede igual. En realidad siempre hemos sido de ir un poco a contracorriente.

Diego me había mandado una foto de unos helados que se habían tomado, con el paisaje triste de fondo, acompañado con un breve mensaje:

"De tu sabor favorito y con una tormenta de verano. Termina pronto, te has perdido el que habría sido tu día favorito de las vacaciones. También habría sido el mío".

Sonreí a la pantalla como una adolescente de quince años y le respondí con una broma estúpida para que no se acordaran demasiado de mí. Me froté los ojos irritados, cerré los párpados y me tumbé boca arriba pensando en todo aquello que querría hacer si tuviese la oportunidad.

Un dato muy representativo sobre mi es que me cuesta tomar decisiones precipitadas porque, para qué negarlo, soy una cobarde de manual. Ese consejo que todos hemos oído sobre salir de tu zona de confort jamás ha llegado a mí. Las palabras sí, pero nunca han significado nada. No me han traspasado los sesos dejando un rastro de esperanza, determinación y ganas por lanzarme a la piscina, zapatos incluidos. Nunca había pensado en salir de mi perfecto círculo, ni había pintado jamás fuera de las líneas. Por Dios, si lloré como una loca el día que cumplí dieciocho años por todo lo que eso conllevaba. En definitiva, muy mal tenía que encontrarme para cruzar ese muro imaginario que yo había construido a mí alrededor. Así que cuando me di cuenta de que llevaba toda la tarde considerando hacer una locura, cambiar todo lo que había construido durante estos años sin planear las consecuencias, me tembló el cuerpo de arriba a abajo. Y no fue de miedo.

***

Llevaba puesto un vestido largo y fluido en un tono verde bastante suave, mis pies estaban totalmente desnudos y me encontraba con el pelo húmedo a causa del agua de la ducha que me había dado hacía unos minutos. Me sentía bastante en paz. Tenía la mente en blanco y los músculos relajados y toda mi concentración se había detenido en una mariposa que no dejaba de revolotear a mí alrededor.

—Pareces una protagonista de una peli romántica de esas —se burló Hela.

Estaba tan concentrada en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que habían llegado por fin. Tenía planeado abrir un libro y relajarme un rato, pero, por supuesto, descarté la idea en cuanto se pararon frente a mí. Estaban guapos. Tenían el pelo mojado y la ropa arrugada, dándome a entender que escapar de la lluvia les había resultado casi imposible. Traían bolsas con cosas que habían comprado y la sonrisa que tenían en sus rostros me hicieron sentir un cosquilleo en el estómago.

Diego y yo nos reímos a la vez, como si lo hubiésemos ensayado, ante el comentario de Hela.

—Eso la he dicho yo siempre, pero se niega a aceptarlo.

—¿Qué tal el día? —pregunté.

Hacía un poco que había anochecido, la temperatura era agradable, el cielo estaba despejado y tenía la sensación de que cada vez respiraba mejor.

—No ha sido gran cosa, un poco aburrido —intentó consolarme Enok

—No es cierto, lo hemos pasad... — A medida que la frase de Hela avanzaba, ella pareció caer en la cuenta y se frenó de golpe—. Lo hemos pasado de pena.

—Tranquilos, puedo aguantar sin morirme de la envidia.

—¿Qué tal el curro?

—Bien, todo solucionado. —Y tanto Diego como yo sabíamos que había mentido descaradamente mientras les miraba a los ojos—. ¿Habéis traído cena?

—Hemos reservado en un restaurante, cálzate y vámonos.

—Chicos, estoy un poco cansada.

—Por eso —intervino Diego—. Venga, te vendrá bien.

Tenía poquitas ganas, por no decir ninguna, de cenar por ahí hoy. Pensaba que me traerían un poco de pan y queso y que me podría cenar un bocadillo rápido antes de meterme en la cama, pero esa no era la idea que tenían planeada. Nos sentamos en una terraza cubierta que estaba llena de flores. Había mesas redondas por todos lados, sillas de forja bastante incómodas y dos camareros muy amables corriendo de un lado a otro. La lluvia había refrescado el ambiente y me arrepentí de no haberme cogido una chaqueta.

Según avanzaba la cena, empecé a sentirme con más ánimos. La comida estaba deliciosa. Los chipirones estaban jugosos y con la sal justa; la sepia a la plancha era la mejor que había comido nunca y los calamares a la romana eran mucho más que solo rebozado.

Pasó rápido entre risas, vino tinto y anécdotas sin importancia. Esquivé las preguntas sobre mi trabajo con mucho arte y conseguí deshacerme de la tensión que tenía instalada en mis hombros a penas sin darme cuenta.

—Estás guapo.

Mis palabras llegaron a Diego en forma de un delicado susurro que solo los dos llegamos a escuchar. O eso creíamos nosotros.

—Tú también. —Sonreí ante su respuesta, pero negué con la cabeza—. Así es cuando más guapa estás —insistió.

—¿Despeinada y con estas pintas? —Asintió.

—Y con los ojos rojitos de llorar.

—¿Estoy guapa cuando estoy triste? —Lo dije a modo de broma, con tono vacilante. Intenté sonar divertida y quitar hierro al asunto, pero, como siempre, Diego sabía exactamente qué decir en momentos como este.

—Estás guapa cuando te dejas ver.

—¿Cómo? —No entendía que quería decir.

—Así. Natural, frágil y humana.

Una parte de míWhere stories live. Discover now