Capítulo 22

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—Buenos días. Venga, arriba

Enok y Hela se taparon a la vez la cabeza con la almohada y se giraron sobre sí mismos ofreciéndome su espalda mientras soltaban algunos murmullos de queja. Dormían en la misma cama y ambos llevaban un pijama de color blanco con unos dibujos de una cabra. Me pareció una de las imágenes más entrañables que había presenciado nunca.

—¡Arriba! —repetí con un grito.

—Yo que vosotros obedecería —dijo una voz a mis espaldas—. A mí me ha tirado un vaso de los grandes de agua fría para despertarme

Que Diego apareciese en la puerta de la caravana, en ropa interior, con el pelo húmedo y esa sonrisa torcida y tan canalla que lo caracterizaba me dejó embobada y boquiabierta más tiempo del me gustaría admitir. Repasé con la mirada todo su cuerpo. De arriba abajo y de abajo arriba. Me detuve en esos detalles que, a pesar de ser cosas diminutas, había echado de menos, como los lunares en sus antebrazos, su abdomen marcado, la cicatriz que tiene en el muslo, sus tatuajes y los miles de tonos grisáceos que reflejaban sus ojos.

Está buenísimo.

—¿Pero qué hora es?

—Las cinco y media —contestó Diego, trayéndome de nuevo al mundo real.

—No me jodas. Largo de aquí. —Enok nunca había sido tan brusco.

—U os levantáis o voy a por el agua fría. Primer aviso —intervine.

Siempre me han dicho que no asusto cuando me cabreo, que no impongo nada por mucho que frunza el ceño. Me han dicho toda mi vida que verme enfadada me hacía más "mona" y que era difícil tomarme en serio, pero para mi sorpresa, Hela y Enok se levantaron tras un par de gritos más. Me sentía como la madre de los tres. No les expliqué lo que quería hacer, aunque no era un planazo me hacía especial ilusión que fuese una sorpresa.

Preparé mi bolsa con dos bikinis, mi toalla, un termo de café, cuatro vasos, la crema solar, mis gafas, las gafas de sol de Diego, un libro para leer, unos cascos, una cámara de fotos vieja que se me había olvidado en todo el viaje y un neceser con poquitas cosas. Cargué a Diego con una bolsa prácticamente igual, con la sombrilla de playa y con una nevera con agua fría, fruta y algún refresco.

A Hela y Enok les dije que ellos llevasen pan y fiambre y, sin más complicaciones, emprendí mi camino.

—Vamos a ver —se quejó Hela—. Si querías pillar sitio en la playa, haber ido solita y ya llegaríamos nosotros cuando al menos hubiésemos podido quitarnos las legañas.

—Ay, cállate —dije con tono divertido.

El camino se hizo corto entre quejas, preguntas y risas. Íbamos todos demasiado cargados y terminamos llevando la sombrilla entre Diego y yo, y, contra todo pronóstico, nos compenetramos bastante bien. A medida que iba pasando el tiempo, todos parecían de mejor humor que al principio de la mañana. Todos los lloriqueos cesaron de golpe cuando se presentó por fin ante nosotros una playa (por llamarlo de alguna forma) muy pequeña. La arena era muy fina y blanca, y estaba impoluta. No había huellas, ni basura ni cualquier otra prueba de que alguien hubiese pasado por allí. Las olas ronroneaban, suaves y pacíficas bañando la orilla con su sal y los grillos cantaban bonito, poniendo melodía a la mañana.

—Hala, todos abajo —susurré, como si pudiese despertar a alguien.

La duda junto con la fascinación se mezclaba en las caras que tenía frente a mí, que todas me miraban sin decir una palabra.

—Ayer me di un paseo para descansar del trabajo y encontré esto —expliqué—. Solo nos quedan dos días hasta que os vayáis vosotros, así que he pensado que podíamos ver el amanecer y pasar el día tranquilamente.

La idea pareció entusiasmarles más de lo esperado. No era un plan muy original, pero me sentí orgullosa de que se me hubiese ocurrido a mí. Y de que me hubiesen seguido (casi) sin rechistar.

Extendimos nuestras toallas en el suelo, juntas, creando un gran cuadrado donde todos nos acomodamos. Sacamos algo de fruta y nos servimos un vaso de café cada uno mientras hablábamos de la suerte que teníamos de habernos conocido, de que nos íbamos a echar mucho de menos y de cuándo podríamos volver a vernos.

La sensación que se instalaba en mi estómago cada vez que pensaba en que a lo mejor no volvía a ver a Hela y Enok me hacía sentir tan mal que aquel día me prometí que nunca me permitiría olvidarme de ellos.

—Mirad.

Todos levantamos la vista tras el aviso de Enok. Al fondo, en el horizonte, tras la línea que dividía el mar del cielo apareció un color cálido y potente y todos guardamos silencio al instante. Como si no quisiéramos manchar el momento.

Hay veces en la vida, situaciones, donde tu cabeza hace clic y te recuerda algo que todos sabemos, pero ignoramos la mayor parte del tiempo: somos fugaces. Nos iremos de aquí de la misma manera en la que llegamos, de golpe. Los segundos pasan y se desvanecen, los días terminan, las lágrimas se secan y las personas se van. Y es doloroso caer en la cuenta, pero nos ayuda a vivir. A vivir de verdad. La vocecilla de nuestra cabeza, antes dormida, nos golpea el cráneo con los puños apretados y nos recuerda que debemos disfrutar, saborear. Nos escupe las palabras a bocajarro levantándonos un dolor de cabeza descomunal y unas ganas horribles por aprovechar cada momento.

Pues aquel instante, con el sabor del café en la boca, el sonido de las olas relajantes, el cielo con una gama de colores cálida y con las mejores personas que podría haber encontrado, fue uno de esos momentos. Y desee con todas mis fuerzas quedarme allí, rezagada y protegida. Fui consciente de que estaba en paz y feliz y que, inevitablemente, todo ello acabaría en unos minutos. Pero me sentí afortunada por haberlo vivido y sabía que siempre que lo necesitase, podría volver a aquel recuerdo a esconderme.

***

Cuando intento ponerme morena me quemo. Me he llegado a quemar incluso con solo sacar la cabeza por la ventana cuando el sol está alto y brillante. Ese día, por supuesto, no fue diferente. Me eché crema protección cincuenta, me puse mis gafas de sol y la cabeza a la sombra y me dormí. Nadie me despertó, ni me movió, ni me echó alguna toalla por encima. Lo que sí hicieron fue reírse de mí cuando me acerqué a la orilla.

—Me he abrasado.

—Pareces un cangrejo.

—Pues tú también tienes las mejillas rojas, listilla.

La risa de Hela era preciosa.

—¿Qué hacen esos dos? —Me senté a su lado y una sensación de alivio me llegó cuando la primera ola humedeció mis piernas.

—Creo que carreras.

—Parecen niños pequeños. Se les ve felices.

—Marta —murmuró.

—Dime.

—Igual te suena un poco raro —se había puesto seria de repente—, pero soy una persona como muy rápida, ¿sabes? Y la gente a veces se asusta de mí, pero no puedo evitarlo. Soy así. Digo lo que pienso y lo que siento. Enok dice que debería morderme más la lengua.

—Me estás asustando.

—Os quiero. — El nudo de mi estómago se deshizo, convirtiéndose en un calor placentero—. A ti y a Diego. Dios, es una locura, pero os quiero muchísimo. Me alegro tanto, tanto de haberos conocido. En otra vida fuimos hermanas, Marta, estoy segura. Esta conexión que siento contigo no es normal, no lo es.

Sonreí con ternura y los ojos llorosos. Hacía mucho tiempo que no recibía un te quiero de alguien que no fuesen mis padres.

—Creo que yo también os quiero a vosotros. Gracias, porque me habéis enseñado muchas cosas. Un montón, de hecho. Siento que en muy poquito tiempo he crecido como persona, que he madurado. —Hice una pausa y miré a Diego, que reía feliz—. Y ha sido por vosotros.

Soy muy, muy, muy fan de los abrazos largos y el que Hela me dio aquel día se quedó bajo mi piel para siempre.

Una parte de míWhere stories live. Discover now