Capítulo 12

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Aquel pueblo era precioso, creo que uno de los más bonitos que había visto nunca. A pesar de que el cielo se había nublado un poco y el aire había cogido fuerza, hacía un día espectacular. El olor a mar encharcaba mis pulmones y tenía la sensación de que podía respirar mejor. El puerto estaba lleno de pequeños barcos, los turistas paseaban de un lado a otro mientras se sacaban fotos, había un montón de niños que correteaban felices y las preciosas casas de diferentes colores se reunían frente a mí formando una imagen digna de recordar. Mi pelo se movía sobre mis hombros y estos se relajaron poco a poco; por un momento me sentí ensimismada en mis pensamientos, como si el barullo de gente hubiese desaparecido y solo estuviese yo y esas sensaciones. Quería sentarme en el asfalto calentito, en mitad de la calle, y quedarme ahí quieta sin experimentar nada más. Quería cerrar los ojos, dejar la mente en blanco, escuchar, oler y palpar. Quería estar allí el resto de mi vida. Sintiéndome en calma.

Hela chasqueó los dedos frente a mí con una mueca en su rostro que indicaba que estaba confusa y emocionada a partes iguales y tiró de mi muñeca dando pequeños saltitos. Solamente estábamos nosotras dos.

Por lo visto, Hela se había tomado muy en serio eso del día de chicas y dejó claro que no quería saber nada de los chicos en todo el día, así que los dejamos en las caravanas haciendo no sé el qué y nos dedicamos a investigar el pueblo. Estoy segura de que si no hubiese estado tan lleno de gente todo sería incluso más bonito, pero los puestos que estaban colocados a lo largo de la calle habían llamado a tantos turistas como había sido posible.

Me encantan las ferias de artesanía. Recorrer las carpas blancas ojeando libros antiguos, jarrones artesanales, jabones naturales, quesos riquísimos y joyas hechas a manos me parece, desde siempre, uno de los mejores planes que podían surgir.

—¿Qué quieres mirar primero? —preguntó Hela mientras miraba en todas direcciones, pero yo ya me había frenado en un puestecito.

Era uno de los más pequeños. En una mesa cubierta por pañuelos de colores había libros viejos, arrugados y un poco rotos colocados de forma delicada. Al lado de cada uno un pequeño papel con el nombre de los autores y una pequeña sinopsis escrita a mano con una caligrafía bonita y cuidada. El hombre sentado tras la mesa era bastante mayor. Tenía el pelo canoso y bastante alborotado. Unas pequeñas gafas redondas descansaban sobre su nariz y leía de manera concentrada un libro del cual no lograba ver el título. Al fondo a la izquierda había estanterías con más libros divididos por género y, a la derecha, un balde con cinco anillos grandes que le habrían gustado mucho a Diego. El hombre levantó la vista y al verme dubitativa mirando la mesa como si no supiese que hacer, carraspeó llevándose toda mi atención.

—¿Necesitas ayuda, cariño?

Por un momento me quedé helada en el sitio mirándolo fijamente. Tenía una voz extrañamente familiar y un recuerdo cálido y dulce me embriagó por completo; era exactamente igual a la voz de mi abuelo, que murió hace ya demasiado tiempo, cuando yo era solo una niña. Casi no me acordaba de su cara y mucho menos de su voz, pero escuchar a aquel hombre decir cariño como mi abuelo lo decía despertó un recuerdo que ni siquiera sabía que existía. Sentí una corriente cálida que me atravesó hasta llegar al pecho y que me sacudió de pies a cabeza. Una sonrisa triste recorrió mis labios.

—¿Estás bien? —se preocupó.

—Esto... sí —dije volviendo a la realidad. El sentimiento de volver a ser una niña pequeña acunada por su abuelo desapareció suavemente dejándome una sensación de lo más agridulce—. Lo siento, su voz me ha recordado a alguien en quien ya casi no pienso. —Carraspeé—. De hecho, sí, necesito ayuda.

—Tú dirás.

—Estoy buscando algún libro de poesía.

—Oh, tengo muchos. ¿De qué estilo quieres?

—No lo sé —admití. No me gustaba nada la poesía, me parecía aburrida y monótona. Además, no la entendía mucho, así que siempre me he sentido estúpida cuando intentaba leer un poco de ella—. No es para mí, es un regalo.

Al hombre se le iluminó la mirada.

—¿Y sabes qué estilo le gusta a quien vas a regalárselo?

—La verdad es que no mucho. Pero me gustaría regalarle algo especial. Es un regalo de disculpa.

—Algo especial... —susurró para sí.

Rápidamente, se puso a buscar entre los cientos de libros que debía de tener, pero no pareció convencerlo ninguno. Me estaba poniendo algo nerviosa. Deseaba entender un poco más sobre poesía. Cada vez que Diego me hablaba de un poema o un autor que había descubierto intentaba escucharlo y compartir con él su ilusión, pero me resultaba prácticamente imposible. Me explicaba las metáforas, lo que el escritor quería transmitir, por qué era tan bonito o por qué un poema le recordaba a nosotros, pero no conseguía pillarlo. Sin embargo, cuando se tumbaba a mi lado en la cama y me leía en voz alta alguno de sus poemas favorito antes de dormirnos, sentía que la poesía no estaba tan mal

—Ya sé, llévate este. —El hombre me tendió el libro más viejo de todos. Estaba desgastado y se podía ver cómo había páginas marcadas, dobladas y pintadas con lápiz. Era el libro que él estaba leyendo.

—Pero ese es suyo, señor.

—No te preocupes, cariño, lo he leído miles de veces. Es un libro muy especial, el más especial que tengo, así que creo que es justo lo que necesitas. Sé que está un poco usado, pero un libro sin marcas carece de personalidad.

Dudé durante unos instantes "Poemas sin nombre, de Dulce María Loynaz". Intenté recordar este libro en la estantería de Diego, pero estaba casi segura de que nunca había visto a esta autora en sus manos. ¿Y si no le gustaba? ¿Y si me recrimina que le hubiese comprado un libro viejo? ¿Y si se enfadaba por no saber su tipo de poesía favorita? La mirada convencida y segura del hombre disipó todas mis dudas instantáneamente. Era cierto que el libro tenía algo atrayente, así que sin pensarlo lo cogí y saqué el monedero.

—Cariño, te lo regalo. No me debes nada. Espero que quien sea, acepte tus disculpas.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Claro.

—¿Por qué es tan especial para usted?

—Me lo regaló mi mujer para disculparse por algo que hizo. Fue su regalo de disculpa. Ahora es el tuyo. Espero que te ayude como lo hizo con nosotros.

Un nudo se instaló en mi estómago y me empezaron a picar los ojos.

Tras dedicarle una sonrisa de verdadero agradecimiento caminé con la mirada inquisitiva de Hela justo encima de mí. No había dicho nada en ningún momento, pero podía sentir perfectamente las ganas que tenía de preguntarme, así que suspiré y le ofrecí sentarnos en una terraza muy colorida a tomar algo.

Una parte de míWhere stories live. Discover now