Capítulo 4

143 15 7
                                    

—¿Qué demonios ha sido eso? —Estaba fuera de mí. El calor subía por mis mejillas y tenía tantas ganas de romper algo que apreté los puños tan fuerte que me clavé las uñas en las palmas de las manos, como si aquel gesto pudiese ayudar a que me calmase. Él siguió caminando rápido. No se giró, no se inmutó. Estaba furioso, pero seguramente yo lo estaba más—. ¿Qué coño le importa a la camarera nuestra relación? ¿A qué ha venido humillarme así?

Cada vez gritaba más sin poder controlarlo. Estábamos alejándonos del pueblo con paso veloz, pero todavía quedaban tras nosotros un par de grupos que se giraron a mirarnos curiosos. Sabía por qué Diego no reaccionaba a mis voces. No quería dar un espectáculo.

Nunca hemos discutido en público, no al menos de manera fuerte. No por mí, sino por él. Siempre esperaba a que estuviésemos separados de la gente para dejar estallar la bomba en la que se convierte cuando se cabrea.

Le seguí con grandes zancadas, pero aun así, no me acerqué lo más mínimo. Él no ralentizó el paso ni un momento, y nos pasamos los diez minutos de trayecto de ese modo. Yo dando voces a su espalda y él caminando como si no existiese nada más hasta que, al fin, llegamos a la altura de la caravana.

Si hay algo que me cabrea más que discutir con él, es que me ignore categóricamente. Lo hacía a menudo, y me ponía enferma. A veces quiero hablar de algo, discutirlo, pero él solo se queda en silencio y se calla, hasta que le parece buen momento para discutir. Me cabrea. ¿Por qué hay que discutir cuando él diga? ¿Por qué siempre tienen que ser las cosas como él quiera? A veces se lo preguntaba, enfurecida, y él únicamente me miraba serio y me decía que solo buscaba calmarse antes de hablar. Con el tiempo lo entendí.

Solo hay una cosa que me da miedo de él y es que cuando se cabrea, dispara sin pensarlo dos veces. Conoce tus debilidades, sabe qué es lo que más te duele y lo usa. Se ciega tanto cuando se enfada que no tiene filtro y va a lo más profundo de ti para destrozarte. Conmigo siempre ha intentado evitarlo, pero aquél día fue la única vez que no lo consiguió.

—Deja de gritar. —Se giró para mirarme. Su rostro se veía aterrador. La poca luz que había creaba unas sombras bastante siniestras en él, logrando que diese un paso hacia atrás sin darme cuenta. Estaba enfadado. Casi fuera de sí—. Deja de hablar así. Deja de chillar. Deja de comportarte como una niñata imbécil.

—No vuelvas a insultarme. Nunca. —Le advertí enseguida.

Él sopló. Nunca me insultaba, ni en nuestras peores discusiones. Nunca lo había hecho y yo nunca se lo había permitido. Yo sabía perfectamente que no quería hacerlo, que no quería insultarme, que no quería decirme todo lo que dijo a continuación. Pero su rabia era mucho mayor que todo eso. No pudo controlarse. No pudo evitar sacar su lado más oscuro.

—¿Que yo te he humillado, Marta? ¿Si? Pues, por favor, cuéntame cómo se siente. ¿Crees que ha sido similar a cómo tú me humillaste cuando te encontré con otro en la cama o ha sido diferente?

—Yo... Diego...

—No. Me vas a escuchar. —Su tono se elevó, pero, de alguna forma, seguía sonando extrañamente calmado—. Quiero que te quites ese anillo. Quiero que te lo quites ahora mismo, porque no significa nada.

—No, es mío —dije sin mirarlo.

—No, no lo es. —Soltó una risa amarga—. Ese anillo era mi promesa. Y no quiero que la sigas teniendo.

—Mi promesa era llevarlo puesto, ¿recuerdas?

Yo no dejaba de chillar, pero no estaba enfadada, sino devastada. Sonaba como una niña pequeña y asustada. Como cuando era una cría y me despistaba en el supermercado y no encontraba mis padres por ninguna parte. Sonaba exactamente así: como una niña perdida.

Una parte de míOnde histórias criam vida. Descubra agora