CAPÍTULO 4

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Cruzado casi todo Chihuahua, la situación parecía haberse calmado. Renata la fugitiva había muerto oficialmente a la vista del mundo. ¿Cómo? Pues encontrando mi ADN en el cuerpo quemado de Vargas. Formalmente, ella había ingresado en un psiquiátrico y yo había fallecido quemada en un tiroteo. Robé un vehículo, dispararon y saltó por los aires debido a una fuga en el depósito. El engaño perfecto.

Pedro y todo su cártel fueron completamente eliminados, eso dijeron en las noticias. La policía creyendo haber dado con lo más importante, eso que tanto buscaban... por el momento. Aunque gran parte del dinero de Pedro desapareció mágicamente.

Mi padre seguía escondido, mi tío junto a él, y yo estaba disfrutando de unos «días libres» en Batopilas; dicho así porque debía permanecer en la sombra, sin hacer nada, hasta recibir nuevas órdenes. Hasta que ellos lograsen llegar a nuevo sitio seguro.

Ya no recordaba el encanto de México en absoluto. Algo tan sencillo podía llenarte el corazón. Algo como estar en un bar a plena calle, tomando el sol y ver los niños juguetear con la pelota, cualquier otro juguete o incluso hasta una piedra. Esa era la parte bonita y triste.

El tipo de pobreza aquí parecía a veces ya tan normal que asqueaba tan sólo pensarlo. Y de verdad los mexicanos éramos unos completos superhéroes, al igual que otros muchos países de Latinoamérica que lo sufrían. Conseguíamos, por la familia, o incluso para uno mismo, lo que nos proponíamos o necesitábamos; siempre sacrificando una parte de nosotros como precio. Salíamos adelante, costase lo que costase, y sacábamos la familia adelante.

Enorgullecía, al mismo tiempo que desanimaba. Quise ayudar, a toda gente que pudiese, de la forma más posible en mi situación: con dinero. Y sabía que no sería la solución de todo el pueblo, pero siempre creí en los pequeños cambios, en la humanidad de la gente, a pesar de saber que el ser humano es egoísta por naturaleza.

Irónico creer en eso, teniendo en cuenta que ni pestañeaba a la hora de matar a alguien y el mundo del que provenía. Pero esa era la gran diferencia entre los Cambeiro y yo. Yo era una Calahua, como mi madre.

Y sí, mataría a quien fuese necesario. Pero también protegería y ayudaría al que lo mereciese de verdad. Y no me malinterpretéis, yo me considero muy mala persona. Esa es la única y verdadera imagen que tenía de mí.

Mataba malos, pero también me cargaba a los idiotas que creían ser malos y jugaban a serlo durante una crisis existencial creyendo que lo eran. Nada perdona nada. Felipa Calihua Cambeiro estaba destinada al infierno y era plenamente consciente de ello. A estas alturas, ya no peleábamos contra el diablo, nos aliábamos con él. Porque yo sería la siguiente en su trono.

Así que, ya que íbamos al infierno, entraríamos por la puerta grande.

Se acercó un niño con el que antes crucé palabra y jugaba por aquí. Me miraba con esa sonrisa nerviosa y algo pilla. Alcé mis lentes de sol y me incliné hacia él.

—¿Qué quieres?

Entonces sacó una flor tras su espalda y me la tendió.

Sentí como si hubiesen apretado mi corazón, estrujándolo. Incluso sentí mi estómago revolverse ligeramente antes de poder reaccionar. Le dediqué una casta sonrisa.

—Gracias —dije. Él iba a irse, pero le detuve y le señalé que esperase. Tomé una servilleta de la mesa y la comencé a doblar y arrugar minuciosamente hasta obtener una rosa, una sencilla. Mi madre solía hacerlas para mí de pequeña. Se la tendí—. Ahora tú también tienes una.

Sonrió, tomando la flor de papel, y se fue corriendo.

***

El ruido de la puerta me despertó abruptamente. Así como me alcé de la cama, vi algo deslizarse por debajo de la puerta. Permanecí quieta unos segundos, oyendo la persona al otro lado alejarse. Me levanté, tomé el papel frente a la puerta y lo desdoblé. Mi ceño se arrugó intentando entenderlo. No había nada escrito, al menos no con palabras. Era como... un código, dibujado de una forma extraña. Como un símbolo. Y entonces, segundos después, comprendí de qué se trataba; apareciendo una victoriosa sonrisa.

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