CAPÍTULO 20

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Ya no recordaba el exterior y lo sentí extraño; desconcertante. Samuel y yo salimos antes del alba tras la autorización de Thompson. Para profundizar y mejorar mi tiro, pidió salir esa semana y hacer el entrenamiento en el exterior tras tres meses y medio encerrada.

Estábamos en la nada, perdidos en el campo. El sol comenzaba a salir y las vistas eran dignas de admirar. El aire de noviembre era frío y me pareció hasta una sensación nueva. Aún había restos de nieve y todo estaba húmedo. La última vez que vi la calle aún era verano.

Ahí abajo, en la residencia, siempre había calefacción controlada, una temperatura muy constante que no me permitía nunca experimentar cambios bruscos.

Mientras Samuel sacaba todo de la furgoneta para preparar el campo de tiro, me permití disfrutar de algo tan sencillo como eso: un amanecer. Atrapaba el aire limpio en mis pulmones y exhalaba como si acabase de quitarme un enorme peso de encima. Y ahí la volví a extrañar; queriendo compartir un instante tan sencillo como ese con ella.

La necesitaba, y siempre lo haría. Porque pasaría toda la vida queriendo que ella estuviese en estos momentos, sobre todo los importantes, junto a mí. Aún no había podido verla por seguridad, pero le exigí a Thompson que alguien fuese a dejarle flores cada semana, sus favoritas, hasta poder hacerlo yo misma.

—¡Lipa, necesito tu ayuda! —escuché y salí de mi trance.

Giré sobre mis pies y le observé un instante antes de acercarme.

—¿Qué ocurre?

—Ayúdame a sacar los maniquíes y colocarlos.

Sin rechistar, le ayudé. Sacamos unos a uno los maniquíes más pesados y los colocamos en varios puntos, según me indicó. Diez minutos más tarde, estaba todo el campo montado y ambos dimos un suspiro de alivio, observándolo.

—Vamos a desayunar —dijo.

—¿En serio? —objeté, guardando mis manos en los bolsillos de la chaqueta.

—Son casi las siete de la mañana, aún está amaneciendo... Y tengo hambre.

Se sentó en la parte trasera de la furgoneta. Atrapó su bolsa y de ahí saco un sándwich y un termo de café. Me señaló que me sentase a su lado y eso hice. Samuel comenzó a comer, devorando su desayuno.

Yo ya estaba inquieta, porque quería empezar cuanto antes. Y, al mismo tiempo, quise detener el tiempo. Me sentía, en ese instante, libre de todo. Como si no existiese problema alguno en mi vida. Y él estaba a mi lado.

Acercó su sándwich hacia mí, ofreciéndomelo. Me negué, a lo que él rodó los ojos entendiendo mi forma de ser y lo dejó pasar. No era una chica que desayunase, aunque tampoco había tenido mucho apetito. Me limitaba a que, cuando mi cuerpo estaba famélico, me alimentaba lo justo y necesario.

Comía mejor últimamente, pero debido a él. Ahora pasaba más tiempo en la residencia, con la excusa de reforzar los entrenamientos para la prueba final. Trabajábamos, eso era cierto, pero el resto del tiempo lo pasábamos juntos haciendo cualquier cosa o hablando, y él solía cocinarme.

No sabíamos qué éramos, pero estábamos felices así en ese mundo que habíamos creado.

Terminó su desayuno y, sin esperarlo, plantó un beso en mis labios. Me sonrió.

—Vamos.

Las siguientes horas practicamos tiro, además de interpretar algunas posibles escenas de las que aprender cómo actuar y derribar al enemigo, o por si salía herida. Me divertí, porque además de disfrutar de algo que me gustaba, el cambio de escenario vino bien para mi cuerpo y mente.

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