Capítulo 71

150 32 114
                                    

Cuando Bellatrix y Grindelwald juraron recordarse y volver a encontrarse, ambos lo sintieron con cada partícula de su ser. Pero a veces no basta con desearlo. El tiempo y la distancia lograron que sus destinos fueran divergiendo cada vez más y más...

Los primeros meses se escribieron casi cada semana. No se contaban mucho, pues no podían arriesgarse a poner sus planes y ubicaciones por escrito, pero siempre les emocionaba recibir unas frases del otro. Con el transcurso de los meses, Grindelwald empezó a estar demasiado ocupado: sus planes para conquistar el mundo avanzaban y cada vez le requerían más tiempo. A su vez, Bellatrix llevaba una vida nómada y muchas veces en territorios en los que era imposible conseguir papel y pluma. Así que se escribían una vez al mes o cada dos meses. Años después la correspondencia se limitó a una carta por Navidad en la que ya no sabían qué contarse pues se habían vuelto casi extraños el uno para el otro.

Aún así, se habían prometido reencontrarse. Y lo hicieron. Solo que ninguno pensó que transcurrirían tantos años y las circunstancias serían tan convulsas...

Bellatrix conoció a mucha gente y sobre todo a sí misma y sus capacidades. Se convirtió en una bruja extremadamente poderosa y experimentó de verdad lo que era la libertad. Lo disfrutó hasta que comprendió que para ella la libertad significaba poco en comparación con la adrenalina, el riesgo y el peligro. Volvió a Inglaterra en varias ocasiones, pues nunca perdió el contacto con Eleanor. En uno de esos viajes, se encontró con Voldemort, que la invitó a una misión simplemente por diversión, sin ningún compromiso. Ella aceptó. Después de esa, hubo una segunda y tras aquellas, varias más. Cuando se dio cuenta, se había convertido en una mortífaga de pleno derecho, pero no era una más: era la mejor.

Dejando a un lado Inglaterra, Grindelwald conquistó Europa. Consiguió aliados en todas las partes del mundo ambicionando cada vez más y más poder. Fue a la guerra con su ejército de inferis, vampiros y toda clase de criaturas. Todos sus partidarios que había pasado años reclutando le apoyaron. El conflicto se prolongó muchos años en los que los estragos que causó llenaron periódicos y libros. Se convirtió en el mago más temido de Europa, sin rival posible en el campo de las artes oscuras. Pero finalmente, ocurrió lo que siempre había temido y sus visiones le adelantaron: Dumbledore se enfrentó a él y, tras un duelo de cuatro horas, le derrotó.

Por bondad, por piedad, por castigo o quizá por aquel amor de juventud que nunca se evaporó del todo, Dumbledore no le mató. Le confinó en Nurmengard, el castillo que Grindelwald primero habitó y después él mismo reconvirtió en prisión. La comida aparecía en su celda cada día obra de un elfo a quien Dumbledore contrató para que se encargara de él. No obstante, no permitió que le visitara nadie, pues sabía que lograría engatusar a cualquiera para que le ayudara. El director protegió la fortaleza con conjuros y maleficios que él mismo había inventado. Y allí Grindelwald pasó el resto de sus días en completa soledad.

Dedicó los años a revivir sus memorias y a preguntarse si podría haber sucedido de otra forma. Cuando su cabello rubio tornó blanco y sus ojos azules se ensombrecieron, el mundo exterior dejó de interesarle. Empezó a aguardar el momento de su liberación final. Siempre supo que algún día un mago oscuro más poderoso lo mataría para conseguir la varita de sauco. Era paradójico, porque ya no la tenía, su primer amante era ahora su dueño de pleno derecho; pero el mundo no lo sabía. Tras décadas de espera, llegó el día.

Estaba tumbado en su cama con la mirada perdida contemplando el techo. Era de noche, pero en aquel lugar siempre era de noche; o al menos a él se lo parecía desde hacía algunos años. Escuchó una fuerte explosión. No debió ser la única, porque las protecciones que Dumbledore puso al lugar resultaban casi inviolables y nadie se habría atrevido a desafiar al venerado director. Cuando sintió que caían, Grindelwald supo que Albus había muerto. Se sintió vengado y también experimentó algo remotamente semejante a la satisfacción; no obstante, en el fondo de su alma, hubo también un poso de tristeza.

El profesor y la mortífagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora