Capítulo 35

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—Mmm... —murmuró Bellatrix arrebujándose más.

El colchón era cómodo, las sábanas suaves y todo olía a un perfume fresco y salvaje que le encantaba. Había algo ronroneando suavemente junto a su pecho que se acompasaba a los latidos de su corazón. Estaba muy a gusto. Había tenido una pesadilla muy rara, pero quizá si seguía durmiendo podría soñar con...

—¡Mi daga, donde está mi daga! –exclamó abriendo los ojos repentinamente.

Intentó incorporarse, pero alguien apoyó la mano en su hombro inmovilizándola. Ella se frotó los ojos y parpadeó varias veces intentando distinguir dónde estaba. Era un dormitorio en tonos grises y azul oscuro, con muebles de madera y una amplia ventana por la que pese a las cortinas se colaba la luz del amanecer. Se tapó los ojos con el antebrazo, la luz le molestaba y aún tenía la vista nublada. Notó como alguien le cogía la otra mano y colocaba en ella algo metálico.

—Ahí tiene su daga. Se la he limpiado y dejado en la mesilla por si despertaba con ganas de seguir matando. La funda y el resto de sus efectos personales están sobre la cómoda. Y lo que tiene adherido al pecho es Antonio, no he logrado separarlo en toda la noche.

Sin soltar el arma, Bellatrix miró hacia abajo. Efectivamente, ahí estaba el chupacabra durmiendo plácidamente con los cuatro brazos aferrándose a ella. Después se giró a su derecha. Sentado en una silla de madera casi más trabajada que la del despacho del director estaba Grindelwald. Parecía preocupado y sobre todo cansado, llevaba la misma ropa que la noche anterior. Sin embargo Bellatrix llevaba un pijama como los que usaban los alumnos en la Enfermería. Se levantó la camisa para comprobar su abdomen. Llevaba un vendaje y no notaba dolor. Aturdida, preguntó qué había pasado.

—Era un maleficio para desangrarte lentamente. Los aurores no los usan con la intención de matar, sino de debilitar a su enemigo para capturarlo –explicó Grindelwald—. Pude detenerlo y frenar la hemorragia, pero precisaba sangre y quería estar seguro que de que sanaba bien. Así que avisé a Madame Pomfrey.

Bellatrix abrió los ojos con horror.

—No te preocupes, no dirá nada, me he encargado de ello.

—¿Ha usado imperio?

—No fue necesario. No subestime mi don de gentes y mi encanto personal, señorita Black.

Bellatrix sonrió. Realmente Grindelwald poseía unos poderes que nadie más compartía. Le explicó que la enfermera revisó la herida, le dio una poción reabastecedora de sangre y juró y perjuró que se pondría bien en pocas horas. Antonio también ayudó: los chupacabras pueden ralentizar o acelerar el flujo de la sangre y se esforzó por mantenerla dentro de su cuerpo. La chica asintió y acarició con gratitud al animal mientras observaba distraída su pijama.

—Pomfrey se encargó de vestirla –añadió él—. Yo mientras le mandé una nota a nuestra estimada Eleanor para que no se preocupara.

—No me hubiese importado que me desvistiera usted –sonrió Bellatrix.

Grindelwald le sostuvo la mirada con expresión neutra, pero al final respondió:

—Preferiría que estuvieras consciente mientras lo hago.

Bellatrix sonrió ruborizada y le dio las gracias. Él asintió sin decir nada.

—¿Ha pasado ahí sentado toda la noche?

—Por supuesto que no –respondió él altivo.

El colgante de calavera que seguía en el cuello de Bellatrix se calentó ante la mentira. Ella no replicó, solo sonrió de nuevo. Hizo amago de incorporarse, pero de nuevo él la frenó.

El profesor y la mortífagaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora