CUARENTA Y DOS

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¡A lo lejos hay una luz! Es una ventana. La alcanzamos en un santiamén. ¿Te dan miedo las alturas? A mí sí, pero muy a pesar saltaría de un barranco con tal de escapar de Hilda y el policía que nos persiguen.

Por fuera se ve la estructura metálica de una escalera de incendios. ¡Enhorabuena! Es cosa de coser y cantar... Si la ventana no estuviera oxidada. ¡Mierda! No cede. Vamos, empujemos con todas nuestras fuerzas... ¡Ni así! ¿Estás seguro de que la herrumbre ha bloqueado los goznes y el pestillo? No, los goznes se ven aún grasientos. Ha de ser el pestillo.

Oigo un eco a nuestras espaldas. ¡Allá, en el extremo opuesto del pasillo hay voces! Una distante linterna se enciende y su luz nos apunta. Estamos perdidos. Saco el revólver. Tenemos una bala, pero si disparo contra el pestillo la podré abrir...

¿Qué? ¿De verdad lo crees? Tienes razón, han de ser los nervios que no me dejan pensar bien. Haré lo que me dices, así que separémonos un tanto de la ventana. Me quito la chaqueta y hago una bola con ella. Tu plan es lo único que nos queda. Corro como si estuviera al final de los cien metros planos y salto con todo el peso de mi cuerpo. Oigo cómo revienta el vidrio y una ventolera de aire fresco me envuelve. Caigo al vacío por un largo segundo. Luego, una rejilla me sostiene. ¡Estoy en la plataforma! ¡Ven, salta tú también!

¡Aterrizas con la gracia con que aterrizaría un felino! ¡Muy bien! Ahora descendamos. ¡No mires arriba! Es hora de largarnos muy lejos de aquí. Ya tendremos tiempo para detenernos y pensar. Gracias a ti me has ahorrado una bala, pero creo que me he hecho daño en el hombro. No puedo levantar el brazo.

Da igual, de momento seguimos libres.

Ser libre es todo cuanto importa.

—¡Alto!

Nos quedamos tiesos. ¡Justo cuando pisábamos tierra firme! Delante nuestro está el policía que estaba con Hilda. Estará acostumbrado a las redadas, porque predijo nuestros pasos. Si damos media vuelta, todo lo que tenemos es la escalera de incendios. No quisiera terminar en un manicomio.

El policía se acerca. Es más bajo que yo, pero ha de ser el doble de ancho. Sus venas están hinchadas por la carrera y está rojo como si el cuello de la chaqueta le asfixiara. Si tenemos suerte le dará un ataque... aunque ya no sé si quiero tener más cadáveres a mi cuenta. Si es verdad que existe el infierno, digo. Nos apunta con su pistola reglamentaria sin decidirse por quién es más peligroso. Yo podría hacerle frente con el revólver, pero tengo una mano en alto. La otra no la puedo alzar, porque el hombro me lo impide.

—¡Las manos donde las pueda ver!

—No puedo subirla más.

Temo que cualquier movimiento inesperado le haga apretar el gatillo. ¿Y si te da? ¿Qué sería de mí? Hemos llegado al extremo en que no puedo seguir sin ti... y ni quiero imaginar a dónde llegarías tú sin mí.

—Daos vuelta. Uno por uno. Y guardad silencio.

Se acerca a mí primero.

—Abajo las manos. Os esposaré.

Ya se veía que no era del tipo cariñoso, pero me aferra las muñecas con brutalidad. Es extraño que no me cachee. ¿Estará nervioso? Ahora te esposa a ti. A lo lejos oigo una sirena de policía.

¿Así que este es el final?

Ah, y por si fuera poco, el policía atina a cachearme antes de meternos en el coche de policía. Se queda con el revólver. Le quita la única bala que quedaba. Hubiera sido más provechoso utilizarla... Podría haber utilizado esa bala para perforarle el cráneo, pero escaparíamos eternamente.

La Eternidad no es para mí.


ENTRAMADOS POR UN CADÁVERWo Geschichten leben. Entdecke jetzt